MARCO ANTONIO CORCUERA SE CONVERTIRÁ EN UN SONETO


Por Eduardo González Viaña

Siempre que pienso en Marco Antonio Corcuera, lo imagino joven, flaco, con un tic nervioso y enfundado dentro de un terno que le flota. Como ya lo he contado, fue así como lo vi la primera vez que en mi vida vi un poeta. Primo de mi padre y abogado joven de su estudio jurídico, así lo vi cuando yo era niño y adolescente.

Cuando entré a la Universidad Nacional de Trujillo, al lado de mis amigos del grupo “Trilce”, alterné con él y otros dos poetas asombrosos, Horacio Alva Herrera y Wilfredo Torres Ortega. No me quedó duda entonces de que para ser poeta era condición la flacura, el humor y la mayor elegancia.

Esa imagen suya no ha dejado de aparecer en la poesía del Perú desde 1940 en que ganó los Juegos Florales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, junto al contumacino Mario Florián, el celendino Julio Garrido Malaver y el cajamarquino Napoleón Tello Rodríguez.

En los cincuentas, comenzó a publicar “Cuadernos trimestrales”, la primera revista completamente de poesía editada en Trujillo y destinada a poetas y a lectores de todo el planeta. El año 60, su concurso literario “El poeta joven del Perú” descubrió a César Calvo y Javier Heraud, y comenzó a difundir y consagrar a jóvenes que, de otra manera, no habrían sido considerados en esa especie de corte que es el mundo de las letras.

Aparte de las tareas de de este desbordante agitador de la poesía, su propia obra es una límpida cantera cuya sencillez invita a leerlo y a recordarlo así como a escribir y a vivir como él en olor de poesía: como él mismo lo diría, con el corazón tendido como una baraja.

La última década del siglo XX, visité al poeta en su casa todas las veces que llegué al Perú y siempre leímos juntos el mismo libro, una antología de sonetos hispanoamericanos. Fanáticos como somos ambos del soneto, coincidimos en que el castellano es la lengua más pura del mundo porque solo con ella se puede remontar a tanta altura y convertir al idioma en una lengua del cielo.

Cuando Marco Antonio sufrió el ataque cerebral que lo ha postrado, viajé desde Estados Unidos a visitarlo. En Lima, una persona ajena a su casa me dijo que visitarlo era un error porque el poeta era pero ya no era. No le creí. Fui a su casa en Trujillo. Me puse al lado de su cama con el libro de sonetos, y comencé a leerle los que más nos gustaban, y nos gustan.

El que no era volvió a ser el que era y es. Me sonrió. Me oprimió la mano. Y allí nos quedamos leyendo toda la tarde y todo el tiempo como lo vamos a hacer cuando no exista el tiempo y nos encontremos en el cielo.

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