El 9 de octubre se cumplieron 40 años de la muerte del Che Guevara.
por: Rocío Silva Santisteban
Es cierto que se ha vuelto un ícono del merchandising, pero no menos cierto es que su imagen es considerada una alegoría de lo que algunos jóvenes quisieran ser y quizás cuando viejos nunca hayan sido. Por eso mismo esos ojos bajo la boina roja se repiten por millones de millones en polos, casacas, calcomanías, pañuelos que sirven para ocultar una cara en plena revuelta, afiches que atosigan todo tipo de paredes –las socialistas de La Habana, las capitalistas de Nueva York– o incluso sobre una tersa piel morena como tatuaje. El Che, con su eternísima juventud a prueba de cualquier disidencia, es la representación suprema de la rebeldía y de la consecuencia.
La primera vez que vi una imagen del Che Guevara fue la de su muerte. Me llamaron la atención esos increíbles ojos que parecían de una extraña dulzura, totalmente inertes, viendo a la nada. Tenía un aspecto demasiado vital para tratarse de un difunto. La foto se encontraba impresa en una página del diario El Comercio de octubre de 1967. Mi primo mayor la había recortado para guardarla a su vez en uno de sus libros preferidos: Testamento Político. Algunos años después mi primo sufrió una crisis psicótica, se convirtió en un paciente esquizofrénico del Hospital Larco Herrera, y yo me convertí en la heredera de sus libros. A los 15 años ya pensaba que era necesario leer a Ernesto Che Guevara y por eso, de arranque, me topé con esa foto en ese libro, guardada sigilosamente por las aún cuerdas manos de mi primo.
Cuando leí el libro me pareció que el Che era un maniático apuntador de todo cuanto le sucedía en la vida: seguramente parte de la estrategia de las guerrillas guevaristas. El Testamento Político es en realidad un producto de las clásicas ediciones cubanas, un conjunto de apuntes y discursos, que aún recuerdo con una cierta sensación de leer algo luminoso y terrible a la vez. Algunas palabras calaron en mi memoria, como por ejemplo la Tricontinental. Una propuesta que luego, después de cambios de timón, devino en llamarse "países no alineados" aunque, precisamente, no fuera Cuba la que estaría a la vanguardia ni mucho menos. La idea de las guerrillas guevaristas que, a su vez, lo llevaron a la muerte sólo fueron posibles en la propia Cuba y con un proyecto de redes de apoyo entre la población. De lo contrario, como se demostró en el resto de América Latina, era una estrategia inútil (los caídos como Luis de La Puente o la locura de las FARC son prueba de ello).
Lo que hizo en Bolivia en realidad fue bastante atrevido pero, sobre todo, inocente. Y su muerte, junto con la de Javier Heraud, otro joven eterno asesinado a la insolente edad de 21 años en Puerto Maldonado haciendo la guerrilla, ha "dado mucho fruto" como diría San Juan, es decir, ha permitido que esa imagen, de revolucionario eterno con boina y habano en la boca, explote en sentidos diversos por todos lados y sea idealizada por los jóvenes del mundo, desde entonces hasta ahora.
¿Por qué el Che? Porque es eternamente bello, eternamente joven, eternamente rebelde. Su imagen se ha convertido en la representación de un cierto tipo de guerrillero, envuelto por toda la eternidad, en un halo romántico. Porque a pesar de las innumerables biografías y de los datos específicos de su enrevesada historia (nada santa), o de las denostaciones de sus enemigos políticos –básicamente asentados en Miami– o de sus propios asesinos que han salido a los cuarenta años a declarar sobre "el trámite burocrático de su muerte", los miles de devoradores de su "imagen" están básicamente interesados en sentir una pasión. Se trata de la sacralización de una imagen que, de alguna manera, ha llenado los vacíos existenciales de grupos de jóvenes que ni siquiera tienen idea del foquismo, del guevarismo, ni mucho menos de la Tricontinental.
A los 15 años me encontraba profundamente perturbada por la fuerza del rostro del Che. Por la mítica historia de su vida. Por lo que se decía y se ocultaba. Muchos años después, frente al pelotón de imágenes hiperrepetidas hasta el cansancio, sigo perturbada por ese rostro que, aun cuando nadie quiera admitirlo, tiene un tanto de Cristo y un tanto de Rimbaud.
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