Por Alan Luna
Tuve la oportunidad de hablar con el poeta José Watanabe hace unos meses, vía telefónica. El asunto es secundario. Lo que recuerdo es la caballerosidad y disposición del poeta, aún con personas que no conocía, como yo. Luego de dicha conversación intercambiamos algunos e-mails. El último fue respondido por su esposa, Micaela, quien me explicó que José no podría responderme por el momento, ya que se encontraba delicado de salud. Unas semanas después, al leer las noticias por la mañana, me enteré del deceso de Watanabe.
Para todos fue una triste sorpresa enterarse que el poeta padecía de cáncer a la garganta, y que se había internado hace un tiempo en Neoplásicas. Esa actitud silenciosa fue quizá reflejo de su serena respuesta a la vida, al menos como lo hacía en su poesía. Watanabe explicaba que sólo describía el mundo, lo cotidiano, esa sencillez que a uno lo sorprendía con su abrumadora y extraña belleza. Algo que simplemente se daba, que se describía. El poeta no buscaba dar moralejas, ni enseñanzas genéricas, sólo contar.
Tuve la oportunidad de leer a Watanabe por primera vez en un texto escolar. Una rara exclusividad, tomando en cuenta lo desactualizados que están los materiales educativos. Me parece que fue en un libro de Comunicación Integral de secundaria, de uno de mis hermanos. Fue desde entonces que le seguí la pista. Lo anunciaron alguna vez, si no me equivoco, en el festival de Poesía de Patio Azul de Cajamarca, pero por algunas razones no pudo asistir.
Lo que leí de Watanabe de ahí en adelante fue como la constatación de que la sensibilidad aún existe; y que, si bien la poesía no nos salva, al menos nos defiende de nosotros mismos. Pude hablar hace unos días, telefónicamente, con la señora Micaela y expresarle la tristeza de mis sentidos. En Cajamarca llueve hasta marzo, pero ahora lo hace hasta mayo, quizá sea por Watanabe. Le dedico estas palabras al poeta:
Se fue José Watanabe,
montado en un ave de hielo dorado.
los pájaros del valle, de terciopelo,
descalzos y amantes, lo ven cruzar
en un almohada de azafrán tibio, reposando.
Lleva consigo un álbum de fotos familiares,
los guardianes le dejan avanzar el paso.
José tiene la sonrisa simple,
como ese arar tiernamente por lo amado.
Gracias José Watanabe (1946 – 2007)
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