César Hildebrandt, sobre Mario Vargas Llosa


Vargas Llosa vuelve a la política
César Hildebrandt

Cada día más reaccionario. Cada día más intolerante. Cada día más envanecido.

Va a México –acaba de ir– y aplaude el robo electoral del PAN de Calderón y Fox –investigado este último en el Congreso por presuntos y extensos latrocinios de la hacienda pública– y dice que hubiera sido un desastre que Manuel López Obrador hubiese ganado las elecciones que en efecto ganó pero que le robaron con el INFE en la mano y los Estados Unidos en la chequera.

¿Y quién es él para decir tamaña barbaridad y para tratar de satanizar a más de la mitad de los mexicanos en edad electoral?

Es el señor Mario Vargas Llosa, gran novelista y dizque liberal (aunque condena todas las opciones que no sean la suya).

Y la suya, crecientemente, es la de la derecha hirsuta y peluda, la de su amigo José María Aznar –camarero de Bush–, la de su aconsejado crónico Álvaro Uribe, la de su alabado Felipe Calderón –el jefe de la mafia del PAN, sustituto de la mafia del PRI, ándale vamos–.

Vargas Llosa cree que hay que elegir entre lo que él representa y lo que Fidel Castro encarna. Si esas fuesen las únicas opciones habría, en efecto, que suicidarse. Pero se trata de un dilema inventado por este caballero andante del conservadurismo latinoamericano. Entre esos extremos está el Estado tuitivo, la compasión social, el centro redistribuidor, el empresariado consciente de su responsabilidad, la nueva cartilla del ambientalismo y un vasto etcétera de complejidades nuevas, que a quien convierten en anacrónico es al pobre y patético señor Mario Vargas Llosa (cuyo talento literario no está aquí puesto en duda, desde luego), perseguidor de todos los doctorados honoris causa que le llegan a ofrecer y odiador reciente de Jean Paul Sartre, el hombre que rechazó el premio Nobel de literatura, ese que desespera al odiador.

Como ha descubierto el crítico peruano Camilo Fernández Cozman, el paradigma de Vargas Llosa se basa en la exclusión del otro: “Tienes que ser liberal y occidental; de lo contrario, estás en el ámbito de una cultura inferior…”

En efecto, Vargas Llosa ha descubierto, a la edad en la que los más lúcidos descubren el escepticismo, que hay que rechazar casi rabiosamente el multiculturalismo: “El multiculturalismo parte de un supuesto falso, que hay que rechazar sin equívocos: que todas las culturas, por el simple hecho de existir, son equivalentes y respetables…”

Vargas Llosa cree que ese fundamentalismo euro y egocéntrico es un aporte novedoso al debate intelectual. Lo que no sabe es que así más o menos pensaba, en 1550, el doctor y eclesiástico Juan Ginés de Sepúlveda, valido de Carlos I y doctrinero de la superioridad de la cultura española:

“(los indios) son inferiores a los españoles como los niños son a los adultos, las mujeres a los hombres, los fieros y crueles a los elementísimos…y en fin casi diría como los simios a los hombres…Bien podemos creer que Dios ha dado clarísimos indicios para el exterminio de estos bárbaros y no faltan doctísimos teólogos que traen a comparación a los idólatras Cananeos y Amorreos, exterminados por el pueblo de Israel…La guerra justa es causa de justa esclavitud”.

Si Vargas Llosa supiese más de lo que sabe sobre la historia de lo maniqueo y la cultura de la simplificación imperialista, matizaría, aunque fuese sólo por vergüenza, sus bulas neoconservadoras disfrazadas de liberales.

Porque detrás de los reclamos en contra del populismo están los intereses concretos de los enormes intereses corporativos, a los que Vargas Llosa sirve con la misma firmeza con la que en los años 60 sirvió al estalinismo en construcción de la revolución usurpada por Fidel Castro y la gendarmería de Blas Roca.

Esos fueron los años en que Vargas Llosa pareció vengarse de su padre, el representante de la United Press International en la Lima de los 40, un señor violento y de cierta escasez intelectual cuyo derechismo de mantel de hule y lugares comunes hizo de Mario un precoz comunista en la universidad de San Marcos, de Lima.

Ahora, muchas abdicaciones después, reconciliado con las ideas de su padre, Vargas Llosa ha empezado a escribir con la simpleza de su hijo Álvaro, un señorito que recibió dinero de la pútrida fundación cubana de Jorge Mas Canosa para escribir una biografía apologética del hombre que algo tuvo que ver con el terrorismo que derribó un avión cubano en 1976. Un señorito que, al igual que su padre, llama idiotas a quienes no son sus seguidores y sensatos a todos los Alan García conversos que en el mundo han sido.

Ante el silencio hipnotizado de la izquierda española –si es que tal entidad existe–, Vargas Llosa regresa hoy a la política sin haber aprendido nada desde su derrota ante Fujimori. Claro, ahora sus apetitos son más modestos. Asociado con la ex socialista Rosa Díez y con el filósofo Fernando Savater, Vargas Llosa ha fundado el Partido Unión, Progreso y Democracia (UPD) –una firma ideológica que se propone de ámbito nacional y, por supuesto, “de principios liberales”–. No hay que ser perspicaz para entender qué es lo que busca este infatigable Vargas Llosa más que septuagenario: quitarle al PSOE los puntitos centristas que pueden hacerle falta para derrotar de nuevo al partido de Aznar, el partido de los verdaderos amores del novelista.

Entre la obra y los hombres no suele haber mucha correspondencia. De espíritus nobles han salido obras mediocres y de la canalla de la inteligentzia ha brotado, muchas veces, la genialidad. La genialidad novelística de algunas de las primeras novelas de Vargas Llosa es algo que poco se puede debatir. La pena es que ahora Mario no estaría muy lejos de los amigos de Cayo Mierda.

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