Suicidio, como tragedia y ¿derecho?

Una frustrada suicida ingresa a una sala de emergencias. Sus amigos la trasladan en una estrecha camilla. La conducen a través de esos muros blancos de los lamentos. Es una mujer de unos treinta y tantos, trigueña y semiinconsciente, que respira con una ronquera espantosa.


Entrada la noche, llega un familiar. La madre. Un ser delgado e inmutable, con un gesto de tristeza apenas cosido al rostro.


Nos enteramos, luego, que dicha paciente tiene ya tres intentos de suicidio en su historial, y todos con el mismo supuesto motivo: decepción amorosa. En esta oportunidad, también se la salvó gracias al lavado gástrico que la desintoxicó de las 60 pastillas que había tomado como pasaje definitivo hacia la otra orilla.


En el rostro de la madre había un cansancio ecuménico; religioso, por decir lo menos. La gente se preguntaba si esa mujer, esa familia, esos seres humanos, habían perdido la batalla y se habían resignados a esperar que “esta vez” -por fin- el despido fuese definitivo. 

¿Quién puede indagar en las entrañas del ángel?



Reacomodando las conceptualizaciones, ¿no es acaso el suicido nuestro único derecho racional, incluso más allá de lo que planteen las concepciones cristianas sobre la vida?


En el 2005, consultamos vía e-mail con el polígrafo Marco Aurelio Denegri, a propósito de una novedosa versión sobre el deceso del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, publicada en la colección “Grandes Figuras de la Humanidad”, pág. 200, que decía: “el diagnóstico escrito del médico que lo asistió, el doctor Moran, atribuía el deceso [de Poe] a una congestión cerebral causada por el agotamiento y el frío. La verdadera causa de su muerte fue la miseria”.
La respuesta del reconocido polígrafo fue: “De mi consideración: Que uno muera de miseria o de borrachera es lo secundario. Lo primario es el proceso autodestructivo, que en Poe es clarísimo. Se ha dicho –y con razón– que la mayoría de los hombres no muere, sino que se mata. Es cierto”.


Todos los hombres nos matamos. De a pocos, en pequeñas dosis. Concientes de ese criterio de oscuridad al que acudimos cada día de supervivencia entre la rutina y el deseo, entre las decisiones postergadas de ser feliz y la realidad de clavos sobre la que hay que dormir como faquires, entre el anuncio publicitario del Paraíso y la reyerta vallejiana de los húmeros.
Al no ser felices, al no buscar ser felices, al no lograr ser felices, caminamos por el patíbulo en cámara lenta.


El 19 de abril 1999, los adolescentes Eric Harris y Dylan Klebold se suicidaron tras asesinar a trece personas (doce alumnos y un profesor) en Columbine High School, EE.UU. 
Muchos señalaron a la banda de rock Marilyn Manson como instigadora mediática de un sentimiento criminal y suicidad en los adolescentes norteamericanos. Michael Moore, en su documental “Bowling for Columbine”, habló con el líder de la banda, y le preguntó: ¿Si pudieras hablar con los chicos de Columbine qué les dirías? La respuesta del músico fue: “No les diría una sola palabra. Escucharía lo que ellos tienen que decirme. Eso es lo que no ha hecho nadie”.


¿Qué es el suicido? ¿Acaso la única respuesta al silencio de todas las soledades? ¿La respuesta al eco?


En 1998, el español Ramón Sampedro se liberó de su tetraplegia de casi tres décadas tomando cianuro potásico diluido en agua a través un sorbete. Antes intentó pedirle el derecho de su muerte al Estado, pero éste se lo negó. Al final, una amiga lo ayudó a preparar la bebida. La muerte de Ramón inspiró la película ganadora del Oscar, “Mar adentro”.


¿A quién le pertenece la vida? ¿Al Estado, a la Sociedad o a Dios? A veces, el Poder Judicial no nos da la solución, pero no estira la soga con nudo por debajo de la mesa.


La mujer del pasillo de emergencias nos recuerda de algún modo al personaje Delia; y su familia, a los Mañara, del cuento Circe de Julio Cortazar: “Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara que habían estado ahí agazapados y esperando que él —por fin alguno— hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia”.

Perú Chicha

El Perú es una valla alta que la mayoría prefiere pasar por debajo y sin usar garrocha. Y esa valla no es más que un tibio sentido común que pecha por hacerse luz en medio de tanta niebla.

Somos un país creativo para todo. Saboréese un frito con ceviche con su Inca Kola. Para todo, cierto, menos para pasar dicha valla por encima. El truco, el chiste de siempre, consiste en jugársela por debajo, como ya se dijo. Utilizando todo el potencial evolutivo posible, o sea la sobreestimada y ya legalizada ‘criollada’. Y obvio que esa criollada es chicha: los incautos y víctimas de la criollada son chicha, el Perú es -y a más no poder- chicha, y la política por definición es chicha, usted es chicha, somos chicha.

Entonces, asalta una inquietud sociológica resumida en el dilema más cotidiano de los que temen dar EL Mal Paso: ¿Lo chicha puede ser huachafo? La respuesta refresca los humores erizados: no  necesariamente, y sí potencialmente. Y es que la respuesta descansa en nuestras manos, o en su defecto, en nuestras narices. Mirar la pajilla en el ojo ajeno y no el eucalipto en el propio.

Lo chicha, más que un exotismo social, un género musical, una bebida, es una filosofía de vida, un símil del universo, una religión tropical, una maestría en psicodelia urbana. En resumen, el arte de ser uno mismo y a la vez nadie. Porque nada es más socialista que lo chicha. Nada más imparcial que lo que no tiene género. Chicha eres, chicha serás.

Abordando algunas referencias académicas sobre el tema se podría entender el fenómeno Chicha como una “expresión resultante de la fusión cultural de la sierra y la costa, y de su peculiar adaptación en el proceso migratorio” (no buscar reseñas, no las vais a encontrar), lo que significaría que las polladas –señorita Laura-  son iconos tangibles y olorosos de ese fenómeno.

Un hombre al borde de la esquizofrenia social cruza frente a una pared llena de afiches coloridos y superpuestos que anuncian conciertos en la Carretera central ¡este domingo, domingo! Además, una combi lo ha eructado media cuadra antes de su paradero -pie derecho, pie derecho-, un tipo le ha ofrecido unos lentes Ray-Ban originales a diez soles nomás. Al hombre le late una arteria en el ojo como avisando que va a llover; pero NO. Resulta ser una premonición más compleja, algo que se aproxima desafiante entre las calles parchadas: un tico con una inmensa oreja kepí en su endeble parilla, perifoneo urbano a todo volumen y volantes monocromáticos cayendo sobre el asfalto: “¡Atención! Acalde hará entrega de carrito  sanguchero a damnificados que lo perdieron todo”. Una portátil aullará a favor del burgomaestre chicha.

La política es chicha porque es una farsa colorida de los espeso y gris que es nuestro país en realidad.

El periodismo es chicha porque nace de la improvisación y del clientelaje que pueda captar.

El que escribe esto es chicha.

O como diría alguien de buen gusto y criterio militante: “Chicha son los antropólogos que definieron el calificativo chicha. Chicha es lo solemnemente huachafo, lo exagerado, lo kitsch. La estética andina está bien: la estética chicha da calambre al ojo. La cultura chicha no es una fusión entre lo urbano y lo andino, pues una fusión es armónica y lo chicha es un choque violento. Lo chicha es el resultado de ese choque de culturas, el hijo sociológico de las migraciones que no tuvo tiempo de formarse bien”.