Para leer el cuento de Paolo Zavaleta, entrar aquí
Mostrando las entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Home » Posts filed under cuento
Un cuento de Woody Allen
By A. Ele on 3:17 p.m.

Pueden entretenerse leyendo este excelente cuento de Allen.
En ocasiones periodistas, cineastas, abogados, músicos, políticos, científicos resultan mejores redactores que los que se atribuyen la carrera de escritor.
"Cantad, Sacher Tortes ", forma parte de Pura anarquía de Woody Allen
Por Woody AllenDesde el evanescente Hubert, cuyo Circo de las Pulgas encandiló a los ingenuos en la calle Cuarenta y Dos, la zona de Broadway no ha conocido a un sinvergüenza capaz de rivalizar con Fabian Wunch, proveedor de morralla sin par. Calvo, fumador de puros y más flemático que la Muralla China, Wunch es un productor de la vieja escuela que, físicamente, se parece no tanto al dramaturgo y empresario teatral David Belasco como al asesino «Kid Twist» Reles. Dada la contumacia con que ha producido sonoros fracasos, ha sido siempre un enigma del calibre de la teoría de cuerdas cómo consigue reunir dinero para cada nuevo holocausto teatral.
Así las cosas, estaba yo el otro día examinando un disco de Rusty Warren en Colony cuando de pronto, mientras un fornido brazo enfundado en un traje de Sy Syms se enroscaba en torno a mis omóplatos, a la vez que mi hipotálamo quedaba trastocado por la mareante mezcla del tufo a caliqueño y el aroma a lilas del aftershave Pinaud, sentí que el billetero se contraía instintivamente en mi bolsillo como un abulón en peligro de extinción.
-Vaya, vaya -dijo una voz áspera y familiar-, precisamente el hombre a quien yo quería ver.
Me contaba entre las personas legalmente incapacitadas por enajenación mental que habían invertido en varios de los proyectos infalibles de Wunch a lo largo de los años, siendo El caso Beleño Negro la última de sus propuestas, una crónica importada del West End sobre la invención y fabricación de la ducha regulable.
-¡Fabian! -exclamé con fingida cordialidad-. No hablábamos desde tu desagradable altercado con los críticos la noche del estreno. A menudo me pregunto si rociarlos con gas pimienta en realidad no empeoró las cosas.
-Aquí no puedo hablar -dijo furtivamente el simiesco empresario teatral-, no vaya a ser que algún tarado me oiga contarte una idea que con toda certeza metamorfoseará nuestros patrimonios netos a cifras a las que solo los astrónomos encontrarían sentido. Conozco un pequeño restaurante en el Upper East Side. Invítame a comer y te concederé el privilegio de participar en un espectáculo que dará tales ganancias que, solo con lo que generen las simples compañías itinerantes, los hijos de tus hijos vivirán rodeados de rubíes del tamaño del fruto del árbol del pan.
De haber sido yo un calamar, este preámbulo habría bastado para provocarme una eyaculación de tinta negra y, sin embargo, antes de que pudiera llamar a voces a la policía antidisturbios, me vi transportado, como quien cambia de escenario en la pantalla de una videoconsola, al otro lado de la ciudad, hasta un modesto restaurante francés donde, por la módica suma de doscientos cincuenta dólares el cubierto, uno podía comer igual que Iván Denisovich.
-He analizado todos los grandes musicales -explicó Wunch mientras pedía un Mouton del 51 y el menú de degustación-. ¿Y qué tienen en común? ¿A ver si lo adivinas?
-Una letra y una música extraordinarias -me aventuré a contestar.
-Pues claro, memo. Esa es la parte fácil. Cuento con un genio aún por descubrir que compone canciones de éxito como los japoneses producen Toyotas. Ahora mismo el chico se gana la vida paseando perros, pero he tenido acceso a su obra y es todo aquello que a Irving Berlin le habría gustado hacer si las cosas le hubieran ido de otra manera. No, la clave está en un gran libreto. Y ahí entro yo.
-No sabía que lo tuyo fuera la pluma y el papel -comenté mientras Wunch, succionando, vaciaba las conchas de sucesivos caracoles.
-Y volviendo a nuestro espectáculo... -prosiguió-. Fun de Siècle..., y notez bien el travieso juego de palabras: digo fun, «diversión», no fin. Es una alusión a Viena, donde transcurre la acción.
-¿La Viena contemporánea? -pregunté.
-No, bobo. Una época más antediluviana, con las titis en carruajes y vestidos al estilo My Fair Lady o Gigi, además de un sinfín de bohemios y bichos raros que cantan melodías de ayer y hoy por toda la Ringstrasse. Solo Klimt, solo Schiele, solo Stefan Zweig, y un paleto con bastante buena presencia que atiende al nombre de Oskar Kokoschka.
-Todos ilustres personajes -intervine cuando los carrillos de Wunch se tiñeron de color carmesí enhomenaje a la región francesa de Burdeos.
-¿Y por qué hembra pierden el culo todos esos nombres de marca? -prosiguió-. ¿Cuál es el gancho romántico? Una bomba sexual de la ciudad llamada Alma Mahler. Habrás oído hablar de ella. Se los cepilló a todos: a Mahler, a Gropius, a Werfel... Tú di un nombre y seguro que también se lo pasó por la piedra.
-Pues no sé...
-Pues yo sí lo sé. Es decir, claro que me tomo sutiles licencias con la narración. Si no, chaval, traeríamos al mundo un peñazo. También estoy modernizando el lenguaje. Como cuando Bruno Walter se encuentra con Wilhelm Furtwängler y dice: «Eh, Furtwängler, ¿irás a la barbacoa de Rilke el sábado por la noche?». Y Furtwängler contesta: «¿La barbacoa?», como si fuera evidente que no lo han invitado, y Walter va y dice: «Uy, perdona. Me da que debería haber mantenido cerrado este buzón que tengo por boca». ¿Me explico? El diálogo ha de tener un ritmo urbano actual.
Mientras Wunch acometía su foie a la sartén, empecé a sentir un progresivo entumecimiento en varias de mis vértebras clave y me aflojé la corbata en un esfuerzo por respirar.
-Así pues -continuó-, primero viene la obertura, que yo veo como algo ligero y pegadizo, pero en la escala dodecafónica, a modo de guiño a Schönberg.
-Pero, en buena lógica, habiendo tantos y tan hermosos valses de Strauss... -atajé.
-No seas bucéfalo -dijo Wunch con un gesto de desdén-. Eso lo reservamos para la apoteosis final, cuando el público se muera por un respiro después de dos horas de atonalidad.
-Ya, pero...
-Entonces se levanta el telón y se ven los decorados, todo estilo Bauhaus.
-¿Bauhaus?
-En el sentido de que la forma sigue a la función. De hecho, en la primera canción, Walter Gropius, Mies van der Rohe y Adolf Loos cantan «La forma sigue a la función», igual que Guys and Dolls empieza con Fugue for Tinhorns. Acaba la pieza, ¿y quién entra si no la propia Alma Mahler? Y con un vestido que la mismísima Jennifer Lopez descartaría por exiguo. Acompaña a Alma su marido compositor, Gustav. «Vamos, agonías», dice ella, «andando.» Y el frágil tonadillero contesta: «Solo un strudel más. Necesito mantener alto el nivel de azúcar en la sangre para no sumirme en mi cotidiana obsesión por la mortalidad».
Entretanto -se explayó Wunch-, resulta que Gropius le ha echado el ojo a Alma, cosa que a ella la pone, y canta «Cómo me gustaría tener a Gropius en la grupa». Acabada la primera escena, se apagan las luces y, cuando se encienden al principio de la segunda, ella vive con Gropius y lo engaña con Kokoschka.
-¿Y qué fue de Gustav, el marido? -inquirí.
-¿Y tú qué crees? Regodeándose en su cuelgue por Alma, contempla el Danubio desde un puente, listo para saltar, cuando pasa por allí en bicicleta el mismísimo Alban Berg.
-¡No!
-«Eh, colega, no estarás pensando en tomar la vía del cobarde, ¿verdad?», pregunta. Mahler desahoga sus penas conyugales con él, y Berg le dice que tiene la solución idónea. Le habla de un tío con barba, uno que vive en el número diecinueve de Bergasse y que por unos pocos pfennig la hora..., que por alguna razón el gurú ha reducido a cincuenta minutos, no me preguntes por qué..., le puede reajustar la mollera.
-¿El diecinueve de Bergasse? Un momento. Mahler nunca fue paciente de Freud -protesté.
-Da igual. Lo presento como un tartamudo compulsivo, cosa que despierta la curiosidad de Freud. Un trauma infantil. Una vez Mahler vio ahogarse en nata montada al burgomaestre de la ciudad. Ahora lo revive. En el centro del escenario baja un diván y Freud canta una extraordinaria pieza cómica, «Usted diga la primera gilipollez que le venga a la cabeza». Como es lógico, tratándose de Freud, todo son dobles sentidos y hacemos una pequeña sátira de las convenciones vienesas, mostrando que incluso a un gran compositor de sinfonías como Mahler, inconscientemente, lo único que le pone son los corsés, la cerveza y el ragtime, pese a que se gana las habichuelas explotando lo sublime. Freud desbloquea a Mahler para que pueda componer otra vez y, gracias a ello, Mahler vence su arraigado miedo a la muerte.
-¿Y cómo vence Mahler su miedo a la muerte? -pregunté.
-Muriendo. He llegado a esa conclusión: no hay otra manera.
-Fabian, veo en eso ciertas lagunas. No explicas nada del bloqueo creativo de Mahler. Solo has dicho que estaba abatido por la pérdida de Alma.
-Exacto -confirmó Wunch-. Por eso mismo le pone una demanda a Freud por negligencia profesional.
-Pero si está muerto, ¿cómo puede poner una demanda?
-Yo no he dicho que la historia no necesite pulirse, pero para eso están mis ayudantes Boston y Filadelfia. Bien, como te decía, Alma está liada con Kokoschka y se la pega a Gropius, con el que vivía. ¿Captas la ironía? Ella canta «Coqueteo con Kokoschka», pero los acordes menores de la música insinúan otra cosa. Además escribí una escena brutal en la que Gropius, en un café, acusa a Kokoschka de pintarrajear su edificio de oficinas recién construido. «Eh, Kokoschka», dice, «tú has embadurnado de un icor opaco mi último hito arquitectónico, las nuevas Torres Basura.» A lo que Kokoschka contesta: «Si a esas cajas de embalar las llamas arquitectura, pues sí, he sido yo». Encolerizado, Gropius le arroja su ración de Tafelspitz a Kokoschka, cegándolo por un instante, y exige una satisfacción.
-Un momento -dije-. Esos dos gigantes nunca se batieron en duelo.
-Tampoco se batirán en nuestra pequeña vaca lechera, porque justo en el último momento llega Werfel disfrazado de deshollinador, y Alma se marcha con él, dejando a los dos mozos con el corazón partido. Entonces ellos cantan lo que puede llegar a ser la pieza sarcástica más sofisticada en la historia de Broadway: «Mi preciosa Schnitzel, eres la Wurst». Fin del primer acto.
-No lo capto. ¿Por qué Werfel aparece disfrazado de deshollinador? Y sigo sin entender algo: ¿cómo es posible, si Mahler ha muerto, que Alma y él vuelvan a reunirse más adelante como ocurrió en la vida real?
Yo tenía un sinfín de perspicaces preguntas; más valía plantearlas en ese momento, antes de que un público de pago menos benevolente optase por repartir instrumental de destripamiento.
-Werfel tiene que camuflar su identidad -explicó Wunch- porque Kafka está en la ciudad y quiere que le devuelva la única copia de su nueva obra maestra, un relato que prestó a Werfel y que este, a falta de confetti para un desfile, se vio obligado a triturar. En lo que se refiere a la reconciliación de Alma y Gustav, ella primero engaña a Werfel con Klimt y luego traiciona a Klimt posando desnuda para Schiele.
-Pero...
-No me digas que eso no ocurrió. Todas esas titis en liguero que dibujó Schiele... ¿Por qué no podría ser Alma Mahler una de ellas? Pero da igual, porque, antes de que puedas decir «Francisco José», deja plantados a Schiele y a Klimt, y conforme nos acercamos a la mitad del segundo acto, la encontramos cohabitando nada más y nada menos que con su eminencia Ludwig Wittgenstein. Los dos cantan a dúo «Sobre aquello de lo que no podemos hablar debemos permanecer callados». Pero la cosa no prospera, porque cuando Alma dice «Te quiero» a Wittgenstein, él analiza sintácticamente la oración y rebate una por una la definición de cada palabra. El coro baila durante el nacimiento de la filosofía del lenguaje, y Alma, dolida pero con la libido intacta, entona a pleno pulmón: «Pálpame, Popper». Entra Karl Popper.
-¡Alto ahí! -dije, asaltado por la visión de un público huyendo en tropel por los pasillos como caribús en época de migración-. No me has explicado una cosa: ¿desde cuándo te dedicas a escribir guiones? Creía que te dabas por satisfecho con salir en los créditos como productor.
-Desde el accidente -contestó Wunch, llevándose meticulosamente la cuchara a la boca con las últimas moléculas de profiteroles-. Mi querida esposa y yo estábamos colgando un cuadro cuando ella intentó clavar un clavo en la pared: me dejó grogui con un martillo de punta redonda. Debí de estar fuera del mundo mis buenos diez minutos. Cuando desperté, descubrí que era capaz de escribir exactamente igual de bien que Chéjov o Pinter. Todas estas fantasías que te acabo de contar se me han ocurrido mientras me afeitaba. Oye, ¿ese que acaba de entrar no es Stevie Sondheim? Cuenta hasta cincuenta, y me tendrás de nuevo aquí. Quiero plantearle una idea antes de que vuelva a desaparecer. El pobre debe de estar haciéndose viejo. La última vez que me dio su número de teléfono faltaba un dígito. Ponte cómodo y te contaré con todo detalle la apoteosis de mi obra ante un Courvoisier.
Y dicho esto, se dirigió entre las mesas hacia un hombre que se parecía al autor del musical A Little Night Music . La última imagen que vi cuando me pinché el dedo y firmé la cuenta con sangre del grupo O negativo fue la de Wunch en ademán de sentarse en un reservado, sin invitación previa, ante las protestas cacofónicas del abochornado ocupante. En lo que se refiere a mi apoyo a Fun de Siècle , en el mundo de las tablas existe la antigua superstición de que cualquier obra en la que Franz Kafka esparce arena por el escenario y ejecuta un número de claqué con zapatos de suela blanda entraña demasiado riesgo.
Traducción: Carlos Milla Soler
Fantasma del Sur, un cuento de Alan Luna
By A. Ele on 2:20 p.m.
FANTASMA del SUR
Un cuento de Alan Luna
Un cuento de Alan Luna
Es decadente, fino, de sangre noble, un caballero desperdiciado entre los guanos redentores del tercer mundo. No tiene causa, afortunadamente. No posee edad, ni inquisiciones, ni evangelios. Don Sebastián es un excéntrico ex-periodista. Él sintió el olor aceitoso de las monstruosas imprentas de principios de siglo; y, ahora, trabaja con computadoras del tamaño de un maletín. No encontró mejor película que The Citizen Kane, ni mejor bebida que el vodka de contrabando. Sus paseos eran memorables: vestido con sacón largo, corbata azul y bastón, no pasaba desapercibido entre la gente. Muchos lo consideraban un huachafo. Pero él sentía que su señorío recobraba vigencia cada vez que pisaba las calles de los barrios más pobres.
Fue director de un diario; y luego, noticia a color, cuando se descubrió que tenía tres amantes. Fue la encarnación del líder que buscaban las jóvenes voces de la literatura Hispanoamérica; luego, un ebrio con mucho tiempo y dinero perdidos. Se corrompió en cada círculo vicioso posible. Amasó una fortuna de miedos y respetos. Fue chofer, pintor, taxista, pescador, cineasta y fotógrafo. Su ley fue pesar más que sus amigos y menos que sus enemigos. Le gustaba caminar por el sur de la ciudad, aunque en realidad haya sido por el noroeste. La ecuación era simple: norte arriba, sur abajo; la indicación: esperar las lluvias y seguir la dirección del agua.Cuando no está a la intemperie se refugia en su madriguera, una hermosa casa ubicada en las afueras de la ciudad, entre pinos y lecheras artesanales. Su sala tiene un aire, un nosequé fantasmal, con paredes derechas que, a la luz de los humos de su pipa, parecen deformarse junto a los cuadros originales y floreros incaicos. Tiene un gusto especial por los poetas malditos y los vehículos último modelo. En su estante, además de libros, se hallan revistas de las mejores carrocerías del mundo, un timón enorme, un parachoques que cuelga y un reloj suizo de péndulo. Ama las pipas. Tiene casi cuarenta sobre su escritorio. Colecciona, también, textos aburridos que coloca bajo macetas. Los empleados se encargan del orden necesario.
Don Sebastián es como un vampiro de cien años que se ha rehecho de sus cenizas vencidas, una y otra vez. Ahora prefiere apostar al box a ser invitado los viernes por la noche a inaugurar eventos culturales. Sebastián tuvo manos de campesino, de arrocero profesional, de estibador, de escultor prolijo. Y nadie le enseñó nada. Él se hizo solo. A veces eso le causa cierto remordimiento. Un rencor por haber sido dejado de lado, o por haber sido querido en exceso cuando deseaba que lo empujaran a la vida. Nunca conoció a sus padres. Se jactaba de ser más hombre que cualquiera. Bebía una botella de cañazo de un solo trago, luego escupía en las hogueras que se hacían para espantar mosquitos, creando un fuego grande que sabía a tierra y saliva: los insectos caían muertos al instante. Nunca quiso ser escritor porque no quiso ser estúpido. Tuvo una gran hacienda y trajo al pueblo el primer televisor a colores.
Las autoridades rendían culto a su inteligencia. Pero un día fue tocado por el olvido, y cubierto por pistas, tecnología, y los anuncios. Partió a Europa y terminó en África haciendo obras humanitarias. Regresó a su país esperando un recibimiento a la altura de las circunstancias. No encontró a nadie; la nación no se percató de su llegada. Los políticos no lo tomaron en serio.
Construyó, entonces, una máquina que procesaba azúcar, algodón, y cebada al mismo tiempo, máquina que vendió a unos extraños empresarios chinos. Estuvo en Latinoamérica sin gloria, pero con fe en sus paseos diarios. Caminaba por las escalinatas empedradas con valses de Chabuca y pensiones con aroma a tango, con la fascinación de un niño que nunca existió, ni jugó a nada; porque Sebastián no fue nada, sólo un viento que corría de abajo hacia arriba. Don Sebastián fue siempre un punto cardinal, un invento, el fantasma del Sur.
Don Sebastián es como un vampiro de cien años que se ha rehecho de sus cenizas vencidas, una y otra vez. Ahora prefiere apostar al box a ser invitado los viernes por la noche a inaugurar eventos culturales. Sebastián tuvo manos de campesino, de arrocero profesional, de estibador, de escultor prolijo. Y nadie le enseñó nada. Él se hizo solo. A veces eso le causa cierto remordimiento. Un rencor por haber sido dejado de lado, o por haber sido querido en exceso cuando deseaba que lo empujaran a la vida. Nunca conoció a sus padres. Se jactaba de ser más hombre que cualquiera. Bebía una botella de cañazo de un solo trago, luego escupía en las hogueras que se hacían para espantar mosquitos, creando un fuego grande que sabía a tierra y saliva: los insectos caían muertos al instante. Nunca quiso ser escritor porque no quiso ser estúpido. Tuvo una gran hacienda y trajo al pueblo el primer televisor a colores.
Las autoridades rendían culto a su inteligencia. Pero un día fue tocado por el olvido, y cubierto por pistas, tecnología, y los anuncios. Partió a Europa y terminó en África haciendo obras humanitarias. Regresó a su país esperando un recibimiento a la altura de las circunstancias. No encontró a nadie; la nación no se percató de su llegada. Los políticos no lo tomaron en serio.
Construyó, entonces, una máquina que procesaba azúcar, algodón, y cebada al mismo tiempo, máquina que vendió a unos extraños empresarios chinos. Estuvo en Latinoamérica sin gloria, pero con fe en sus paseos diarios. Caminaba por las escalinatas empedradas con valses de Chabuca y pensiones con aroma a tango, con la fascinación de un niño que nunca existió, ni jugó a nada; porque Sebastián no fue nada, sólo un viento que corría de abajo hacia arriba. Don Sebastián fue siempre un punto cardinal, un invento, el fantasma del Sur.
Un cuento: La Primera Expedición
By A. Ele on 6:27 p.m.
La Primera Expedición
Un cuento de Alan Luna
Entramos en la última y más espesa noche de marzo. Los vidrios de nuestros ojos brillaban de oscuridad. Los sonidos que flanqueaban nuestro camino no eran de animales, o de humano alguno, sino, de molles y eucaliptos. Nos dejamos llevar pronto por la niebla azul de un llamado primitivo: el instinto. Ese instinto que abría trocha por nosotros, utilizando nuestras manos laceradas como machetes. Lo único que nos detuvo a descansar fue el milagro de una luna, una aparición fantasmal, circular y verdosa.
Mis compañeros estaban obnubilados. Su determinación, creo yo, no parecía nacer de un impulso, sino de un mandato más externo, más impuro. No dijeron nada, sólo se desplomaron sobre sus espaldas de eternos cargadores, y rápidamente se sumieron en un sueño práctico. Mi sueño era, en cambio, más teórico, y por lo tanto más profundo y menos alerta, como el de algunos ancianos filósofos amautas. Fue así que terminé solo.
Cuando volví a la realidad, mis guías habían partido sin mí, probablemente porque me consideraban un estorbo en su inmediata empresa. Afortunadamente me dejaron agua, algo de comida y el abrigo necesario para el resto del viaje. Todo lo debería hacer solo y, si todo estaba en su cauce, con la plena certeza de guiarme a través de mi intuición. Era una prueba, ahora lo sé, necesaria.
No me vi desamparado, sino enfrentado a mí mismo. Acampé un par de horas mientras el día se ponía en su lugar.
Los animales estaban extintos por una persecución imaginaria. Quizá por el miedo que se arrastraba por esas tierras. No hace mucho se tuvo nuevas noticias del “cortaorejas”. Se decía que hace unas cuatro décadas un inmigrante alemán había llegado por esos lugares en busca de refugio, y que pronto se habría afincado y obtenido mucho poder. Se hablaba de una hacienda, la que administraba con el recurso del miedo, y de un sicario a su mando, un capataz que tenía la orden de matar y de cortar las orejas de cualquiera que invadiese esos terrenos. El viento empezó a correr en dirección contraria y me llegó un olor de difícil digestión: un aroma a alcohol, a alcanfor, algo así. Emprendí la ruta por la única trocha visible que habían dejado mis compañeros.
Al llegar nuevamente la noche ese raro olor invadió el aire. Decidí descansar en un claro, después de todo no era tan valiente para enfrentar la noche. Mis sueños se hicieron confusos, ya no reveladores, ahora, truncos, como una película sin principio ni fin. La oscuridad se volvió intensa, y el cielo se agitó tumultuoso. Ese olor a alcohol se percibía cercano.
A la mañana, al despertar, me encontraba rodeado de personas desconocidas. Un alférez me comentó que tenía suerte de estar completo, que habían sido hallados los cuerpos sin vida de dos viajeros bosque arriba. Mis compañeros supuse. Los encontraron muertos y sin los pabellones auditivos.
Mientras regresábamos al pueblo recordé la anécdota que relataba que la posesión más preciada del “cortaorejas” era un enorme frasco con alcohol donde guardaba las orejas.
Desde entonces no he vuelto a pisar el bosque.
Un cuento de Alan Luna
Entramos en la última y más espesa noche de marzo. Los vidrios de nuestros ojos brillaban de oscuridad. Los sonidos que flanqueaban nuestro camino no eran de animales, o de humano alguno, sino, de molles y eucaliptos. Nos dejamos llevar pronto por la niebla azul de un llamado primitivo: el instinto. Ese instinto que abría trocha por nosotros, utilizando nuestras manos laceradas como machetes. Lo único que nos detuvo a descansar fue el milagro de una luna, una aparición fantasmal, circular y verdosa.
Mis compañeros estaban obnubilados. Su determinación, creo yo, no parecía nacer de un impulso, sino de un mandato más externo, más impuro. No dijeron nada, sólo se desplomaron sobre sus espaldas de eternos cargadores, y rápidamente se sumieron en un sueño práctico. Mi sueño era, en cambio, más teórico, y por lo tanto más profundo y menos alerta, como el de algunos ancianos filósofos amautas. Fue así que terminé solo.
Cuando volví a la realidad, mis guías habían partido sin mí, probablemente porque me consideraban un estorbo en su inmediata empresa. Afortunadamente me dejaron agua, algo de comida y el abrigo necesario para el resto del viaje. Todo lo debería hacer solo y, si todo estaba en su cauce, con la plena certeza de guiarme a través de mi intuición. Era una prueba, ahora lo sé, necesaria.
No me vi desamparado, sino enfrentado a mí mismo. Acampé un par de horas mientras el día se ponía en su lugar.
Los animales estaban extintos por una persecución imaginaria. Quizá por el miedo que se arrastraba por esas tierras. No hace mucho se tuvo nuevas noticias del “cortaorejas”. Se decía que hace unas cuatro décadas un inmigrante alemán había llegado por esos lugares en busca de refugio, y que pronto se habría afincado y obtenido mucho poder. Se hablaba de una hacienda, la que administraba con el recurso del miedo, y de un sicario a su mando, un capataz que tenía la orden de matar y de cortar las orejas de cualquiera que invadiese esos terrenos. El viento empezó a correr en dirección contraria y me llegó un olor de difícil digestión: un aroma a alcohol, a alcanfor, algo así. Emprendí la ruta por la única trocha visible que habían dejado mis compañeros.
Al llegar nuevamente la noche ese raro olor invadió el aire. Decidí descansar en un claro, después de todo no era tan valiente para enfrentar la noche. Mis sueños se hicieron confusos, ya no reveladores, ahora, truncos, como una película sin principio ni fin. La oscuridad se volvió intensa, y el cielo se agitó tumultuoso. Ese olor a alcohol se percibía cercano.
A la mañana, al despertar, me encontraba rodeado de personas desconocidas. Un alférez me comentó que tenía suerte de estar completo, que habían sido hallados los cuerpos sin vida de dos viajeros bosque arriba. Mis compañeros supuse. Los encontraron muertos y sin los pabellones auditivos.
Mientras regresábamos al pueblo recordé la anécdota que relataba que la posesión más preciada del “cortaorejas” era un enorme frasco con alcohol donde guardaba las orejas.
Desde entonces no he vuelto a pisar el bosque.
Un cuento breve, como postal hasta Baltimore
By A. Ele on 8:16 p.m.
Dedicado a Poe. Un cuento de Alan Luna:
Espejuelos 10
(Dedicado al entrañable maestro, E. A. Poe)
Un hora más. Nada ha cambiado. Hace diez días que las nubes ahogan la luz del norte. La ciudad no se ha movido de la cuenca del valle; y pronto acontecerá lo que debe ser.
La gente no se preocupa, ni siquiera con esta oscuridad que apenas diferencia la mañana de la tarde. Todo se ha vuelto un amarillento crepúsculo. Y quién puede hablar de psicoanálisis en estos momentos en que está girando un rarísimo disco de Charlie Parker.
Más de dos horas me ha tomado revisar el mapamundi que tengo sobre mi escritorio; y mucho más tiempo, asumir mi pobre visión: estado que de algún modo perverso me ha mostrado las verdades insólitas que le acontecerán a este mundo. A temprana edad aprendí a reconocer qué lugares tienen una base de roca sólida, y qué lugares están destinados al desprendimiento continental. La tierra se mueve sobre el mar. Flota en silencio milimétrico; y yo siento ese traslado, lo siento hasta marearme. Por eso anclé en esta ciudad a tres mil metros sobre el mar.
En estos momentos hay más ruidos en las maderas de la noche que en mis pensamientos.
No soy brujo, ni adivino; pero sí, un privilegiado, o, dijérase correctamente, un mal privilegiado, que a través de estos lentes lo ve todo gris, como presagio de alguna catástrofe. Hace meses que de mis ojos se escaparon los colores. Blanco, negro y cenizo es mi país óptico. Y ahora sé que esto no es gratuito, que es un juego incorrecto. ¡Qué ángel malvado ha hecho de mis ojos su catalejo! ¡Qué ángel estará escondido detrás de cada puerta que da a la memoria!
Hoy, la lámpara azul ha acompañado mi vigilia. La luz artificial se ha vuelto más cálida que la solar. Soy un ciudadano de sombras, una excepción en la alegría de las tardes. He mandado cerrar las cortinas de la casa, tapando toda fuente de luz externa, por más tenue que esta sea. Optando, entonces, por el fuego maleable de la electricidad. Y así pasar los días y noches, revisando viejos mapas de libros rechazados por la Santa Inquisición.
Ahora, bueno, muchos creen que lo que hago es una exageración; incluso para mi paranoico estar. Y que visión de las cosas sólo depende de estas gafas oscuras de las que no me separo ni para bañarme. Yo simplemente sé que no puedo escapar de ellas, desde aquel instante que vi, en sueños, la luminosa cara de un ángel que no deseaba ser visto, y que se horrorizaba ante los ojos de un simple ser humano.
Por Alan Luna
(Dedicado al entrañable maestro, E. A. Poe)
Un hora más. Nada ha cambiado. Hace diez días que las nubes ahogan la luz del norte. La ciudad no se ha movido de la cuenca del valle; y pronto acontecerá lo que debe ser.
La gente no se preocupa, ni siquiera con esta oscuridad que apenas diferencia la mañana de la tarde. Todo se ha vuelto un amarillento crepúsculo. Y quién puede hablar de psicoanálisis en estos momentos en que está girando un rarísimo disco de Charlie Parker.
Más de dos horas me ha tomado revisar el mapamundi que tengo sobre mi escritorio; y mucho más tiempo, asumir mi pobre visión: estado que de algún modo perverso me ha mostrado las verdades insólitas que le acontecerán a este mundo. A temprana edad aprendí a reconocer qué lugares tienen una base de roca sólida, y qué lugares están destinados al desprendimiento continental. La tierra se mueve sobre el mar. Flota en silencio milimétrico; y yo siento ese traslado, lo siento hasta marearme. Por eso anclé en esta ciudad a tres mil metros sobre el mar.
En estos momentos hay más ruidos en las maderas de la noche que en mis pensamientos.
No soy brujo, ni adivino; pero sí, un privilegiado, o, dijérase correctamente, un mal privilegiado, que a través de estos lentes lo ve todo gris, como presagio de alguna catástrofe. Hace meses que de mis ojos se escaparon los colores. Blanco, negro y cenizo es mi país óptico. Y ahora sé que esto no es gratuito, que es un juego incorrecto. ¡Qué ángel malvado ha hecho de mis ojos su catalejo! ¡Qué ángel estará escondido detrás de cada puerta que da a la memoria!
Hoy, la lámpara azul ha acompañado mi vigilia. La luz artificial se ha vuelto más cálida que la solar. Soy un ciudadano de sombras, una excepción en la alegría de las tardes. He mandado cerrar las cortinas de la casa, tapando toda fuente de luz externa, por más tenue que esta sea. Optando, entonces, por el fuego maleable de la electricidad. Y así pasar los días y noches, revisando viejos mapas de libros rechazados por la Santa Inquisición.
Ahora, bueno, muchos creen que lo que hago es una exageración; incluso para mi paranoico estar. Y que visión de las cosas sólo depende de estas gafas oscuras de las que no me separo ni para bañarme. Yo simplemente sé que no puedo escapar de ellas, desde aquel instante que vi, en sueños, la luminosa cara de un ángel que no deseaba ser visto, y que se horrorizaba ante los ojos de un simple ser humano.
Por Alan Luna
By A. Ele on 10:43 p.m.
Alias, el evangelizador
El tipo era delgado como un galgo que frecuenta carritos sangucheros. Parecía el doble de riesgo de “alias la gringa”, o la caricatura de Charly García. Y aún así se metió en las altas esferas, se codeó con empresarios y políticos. Asumió el papel de asesor de oscuros personajes. El poder nunca le fue ajeno, como ajeno nunca le fue el amor. Tuvo mujeres en cada puerto, en cada provincia; mujeres que bien podrían haber sido primeras damas. El método: la labia, mezcla de ciudadano cosmopolita y julbolista de barrio. El secreto: “yo no le hago asca a nada”. El hombre se llama Sebastián. Nació en algún lugar del Perú profundo, se asume que en la sierra; pero su físico lo delata como costeño de anchoveta y chilcano…, y de vez en cuando tiene dejo charapa. Un tiempo fue pastor predicador de iglesias evangélicas. Se paseó evangelizando por buena parte del Perú. Hasta que se le acabaron las prerrogativas con las hermanas, y fue echado sin ceremonia. Fue ambulante en los primeros mercados de invasión en Lima. Su imagen, tomada por un periodista, fue el emblema de lo ilegal, a lo che Guevara de lo bamba. Su rostro barbado, en camisetas de colores, fue la primera noción de lo pop art en este extraño país.
(¿Continuará?)
Alan Luna
By A. Ele on 11:37 a.m.
Hildebrandt y el Gorrión

Una breve y hermosa crónica de César Hildebrandt, casi un cuento. Vía La Primera
Pájaro casi en mano
Lunes 16 de Julio de 2007
Un pájaro apareció ayer en mi dormitorio. Era un gorrión aturdido, prisionero.No me explico cómo entró. Creo que nunca se sabe cómo es que entran los gorriones a las habitaciones.Volaba de mis libros al carril de la cortina. Del carril de la cortina al filo de la puerta. Del filo de la puerta al aparato de aire. Yo trataba de hacerme entender hablándole con diminutivos estúpidos. Pero él, dale con la desconfianza y el terror temblándole en las alas.¿Qué seremos los humanos para los gorriones sino bestias temibles?¿Qué seremos para los lobos calumniados, los perros sin nombre, las tortugas ecuestres? Seremos canallas, pues, seremos lo que somos: plaga bíblica.Así que la bestia que encarno trata de congraciarse, sin éxito, con el prisionero. Porque el prisionero sólo quiere dejar de serlo y porque esa habitación donde creo ser libre recién se me revela, gracias al gorrión, como la jaula que es. Ni dorada ni vainas: jaula nada más.De tal modo, que la bestia que visto trata de hablar de igual a igual con el otro apresado, el alado apresado aparecido. Pero el gorrión sabe que él está en mejores condiciones que yo. Él es un prisionero de momento. Yo, inevitablemente esclavo por ser humano, padezco la cadena perpetua de las bestias que no vuelan y arman guerras, las bestias que matan en nombre de dioses surtidos y letales, las bestias que llegaron para llenar el mundo de guerras y bocinas.Vuela el gorrión de mis libros al carril de la cortina. Ahora no percibo miedo alguno en ese pequeño monarca de pecho saliente. Siento que ahora no me teme sino que no quiere tener contacto alguno con la especie que represento. Como si me dijera: "no es nada personal".Pienso en la clase de mundo que hemos hecho para que la aparición de un gorrión en una casa sea un acontecimiento, una primicia contada por teléfono.Debíamos estar apabullados de gorriones y no de periódicos que murmuran lo mismo. De gorriones y no de abogados. De gorriones y no de imbéciles que creen que el tanto por ciento los salvará de la huesería. De gorriones y no de gente feliz que va sentada (doblemente feliz) en un tren en reversa. Pero no. Los domingos amanecemos entre periódicos que imprimen las mismas fobias y exaltan los mismos errores y adulan, por lo general, a los mismos almirantes de la misma armada vencida en la guerra que no terminamos de perder. Y encendemos la tele que recomienda las mejores recetas para el chocolate tomado o comido en la terraza del próximo verano.Es decir, que estamos muy ocupados como para preocuparnos de vivir y tratar con gorriones.Así que como debo escribir esta columna, abro la ventana y unos segundos después el gorrión vuela y escapa de mi jaula. No sé adónde se dirige pero sé que algo me ha querido decir, piadosamente.
Una breve y hermosa crónica de César Hildebrandt, casi un cuento. Vía La Primera
Pájaro casi en mano
Lunes 16 de Julio de 2007
Un pájaro apareció ayer en mi dormitorio. Era un gorrión aturdido, prisionero.No me explico cómo entró. Creo que nunca se sabe cómo es que entran los gorriones a las habitaciones.Volaba de mis libros al carril de la cortina. Del carril de la cortina al filo de la puerta. Del filo de la puerta al aparato de aire. Yo trataba de hacerme entender hablándole con diminutivos estúpidos. Pero él, dale con la desconfianza y el terror temblándole en las alas.¿Qué seremos los humanos para los gorriones sino bestias temibles?¿Qué seremos para los lobos calumniados, los perros sin nombre, las tortugas ecuestres? Seremos canallas, pues, seremos lo que somos: plaga bíblica.Así que la bestia que encarno trata de congraciarse, sin éxito, con el prisionero. Porque el prisionero sólo quiere dejar de serlo y porque esa habitación donde creo ser libre recién se me revela, gracias al gorrión, como la jaula que es. Ni dorada ni vainas: jaula nada más.De tal modo, que la bestia que visto trata de hablar de igual a igual con el otro apresado, el alado apresado aparecido. Pero el gorrión sabe que él está en mejores condiciones que yo. Él es un prisionero de momento. Yo, inevitablemente esclavo por ser humano, padezco la cadena perpetua de las bestias que no vuelan y arman guerras, las bestias que matan en nombre de dioses surtidos y letales, las bestias que llegaron para llenar el mundo de guerras y bocinas.Vuela el gorrión de mis libros al carril de la cortina. Ahora no percibo miedo alguno en ese pequeño monarca de pecho saliente. Siento que ahora no me teme sino que no quiere tener contacto alguno con la especie que represento. Como si me dijera: "no es nada personal".Pienso en la clase de mundo que hemos hecho para que la aparición de un gorrión en una casa sea un acontecimiento, una primicia contada por teléfono.Debíamos estar apabullados de gorriones y no de periódicos que murmuran lo mismo. De gorriones y no de abogados. De gorriones y no de imbéciles que creen que el tanto por ciento los salvará de la huesería. De gorriones y no de gente feliz que va sentada (doblemente feliz) en un tren en reversa. Pero no. Los domingos amanecemos entre periódicos que imprimen las mismas fobias y exaltan los mismos errores y adulan, por lo general, a los mismos almirantes de la misma armada vencida en la guerra que no terminamos de perder. Y encendemos la tele que recomienda las mejores recetas para el chocolate tomado o comido en la terraza del próximo verano.Es decir, que estamos muy ocupados como para preocuparnos de vivir y tratar con gorriones.Así que como debo escribir esta columna, abro la ventana y unos segundos después el gorrión vuela y escapa de mi jaula. No sé adónde se dirige pero sé que algo me ha querido decir, piadosamente.
By A. Ele on 1:57 p.m.

Por Alan Luna
Un hombre que salió del lodo, y no del barro, tenía las manos rotas, y ya no creía en la casa -y menos en la caza-. Su hogar era un basural en una calle en la periferia de la ciudad. Sus hermanos, emplumados y alegres, eran gallinazos de cabeza roja. Ese hombre tuvo una necesidad. Sintió una carencia; y empezó la búsqueda de algo indeterminado. Como toda búsqueda, el objetivo no estaba claro al inicio, pero en este caso, tampoco lo estuvo hasta el final. El hombre se sentó frente a una catedral. Y mató sus piojos mientras pensaba en su familia extinta en la selva. Los alacranes, que le recorrían la cabellera descuidada, se deshacían en cenizas iguales. El hombre buscó una pileta y bebió hasta más no poder el agua de la fuente. Los municipales lo sacaron a palos. El hombre fue hasta la orilla del mar, y empezó a pescar lo que pudo. Con una maderita de tripley, un ovillo de nylon, y un imperdible se fabricó un anzuelo de lujo. Sólo peces borrachos caían. Pero en el hombre no hubo frustración. Ni en sus ojos, ni en su barba gris, nada de frustración. Esperó que la tarde le soplara las heridas. El hombre emigró a la sierra, siempre a pie desnudo. Se hizo amigo de los ritos, pero no encontró lo que buscaba. Y el hombre llegó un día a la selva, y en la orilla de un río, en un charco claro, vio unos pececitos rosados jugar y dar vueltas a gran velocidad. Ahí se quedó contemplándolos con simple y gran felicidad. Se dio cuenta que hasta ese momento no había buscado en el lugar indicado, y se quedó maravillado por largo, casi infinito, tiempo.
By A. Ele on 11:29 a.m.

Ya sé, ya sé... no es un cuento, es una crónica. Pero a mi humilde parecer calza perfectamente en la categoría de narración literaria. Este texto apareció en el diario La Primera, cuando Hildebrand tenía su columna diaria. El final es de lujo.
Lean, y díganme si no es uno de los mejores cuentos que han leído ultimamente:
Friday 13
(César Hildebrandt)
Salimos de ver El niño –una película sobrevalorada por la crítica oficial– y queremos comer algo. Entramos a un café pero la lista nos decepciona, así que caminamos unos pasos sin rumbo hasta que vemos el letrero de algo que parece llamarse Fridays, o algo parecido. Parece lo único abierto a esa hora de la trasnoche.
Una música espantosa nos recibe apenas cruzamos el umbral. No es música: es un tamtam primordial a 200 decibelios por tímpano. Pienso que los oídos me supurarán si sigo oyéndola. Le digo a la camarera que, por favor, la bajen un poco. Me lo promete.
Nos sentamos mientras camareros y camareras pasan con sus uniformes rojos y sus sombreros para todos los gustos: tricornios, panamás, boinas, gorras, sombreros de ala ancha, de arlequines, de relojeros locos. Sus tirantes parecen metálicos de tantos pines que llevan: ¿los habrá condecorado Mario Poggi?
El tamtam no es nada a la hora de los cumpleaños. Y nos advierten que hay dos. Por cada uno sufriremos como chinos desafectos los gritos salvajes, los silbidos con el dedo índice doblado entre los labios, los cacerolazos de las camareras y los camareros que celebran el happy birthday.
Todos parecen adiestrados para hacer el mundo más hostil, más invivible, más oligofrénico. Todos tienen entre 18 y 25 años y parecen (o son) felices con lo que hacen. ¿Quién inventó esto? ¿De qué paraje donde mataban apaches dormidos sale esta franquicia? ¿De qué gusto a lo Bush viene este modo de parodiar al infierno? ¿O esta es creación heroica y modelo nacional?
Muchachos y muchachas pueblan las mesas mientras el tamtam no cesa, matando 40,000 neuronas por segundo, desactivando millones de sinapsis, atacando el hipotálamo, provocando diminutos derrames en el lóbulo parietal derecho, obligando a que la gente grite para ser escuchada. Y la gente grita, claro, para imponerse a los gritos que la desafían desde las otras mesas y en medio de esa gritería universal sólo se pueden distinguir risotadas, blasfemias, putasmadres, choques de vasos contra las mesas y risitas agudas y propiciatorias de chicas que se han pasado de margaritas.
El lugar es como un barco sellado que sigue su rumbo al Mar de los Sargazos, su único destino posible. Tan sellado que nada exterior se le aproxima. No estoy en un restaurante, pienso: me he iniciado en un rito satánico.
Y cuando todo está a punto de volverte loco y convertirte en asesino en serie de una sola noche, cuando estás calculando los múltiples usos que puede tener tu tenedor, entonces pasa el cajero decorado con un sombrero que es un enorme zapato mientras el tamtam arrecia y en la TV, al mismo tiempo, está Fox deportes y desde la mesa te mira, por fin, el cadáver de un pollo hecho trizas y una salsa oscura que hace juego con tu humor. En la mesa de atrás dos adultos gordos beben aturdidos una cerveza mientras –estoy seguro– traman un crimen. Como yo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)