Lo agnóstico en el Perú: "Levitación de Escéptico"


Por Alan Luna

¿En qué momento te diste cuenta que eras agnóstico? ¿En qué momento decidiste dar un paso al costado de la fila? ¿En qué momento se percató tu vecino que no te persignaste al pasar frente a la iglesia?

Las señoras acomodan un atrio, y yo espero a alguien en las últimas bancas de la Catedral. Miro a mi costado, y no hay algo más conmovedor que la lucha de una vela por no morir en medio de un bosque de candelitas que se mueven bajo los pies de un hermoso santo de escayola. ¿De escayola o madera? De escayola, supongo. La gente reza. Y reza de verdad, otra vez, supongo.
Una lágrima. Rezan, es cierto.

Llega la persona que espero y salimos del lugar. Estoy singularmente conmovido, y hago un intento por saber si es el principio de la fe, o el “momento cultural” de la semana; o si es sensibilidad retenida, o algo parecido a las tesis etnológicas de campo.

Señoras venden estampitas. Niños piden limosna. Un monaguillo con guitarra reparte volantes. Empieza a garuar. Ha sido ese ancho respiro del que habla un psicoanalista. Muy parecido a escuchar una breve sinfónica en vivo. Pero, en el fondo, sigues siendo agnóstico. ¿Sigues siéndolo, no?

Y es que en buena cuenta el mundo es agnóstico. La justicia es agnóstica. La medicina es agnóstica. Las finanzas, sumamente, agnósticas: todo. Todo, aunque los gobiernos y las políticas necesiten (exhiban) su ineludible filiación religiosa: muchas veces como adorno; otras, como brazo de acción.

No sólo es una cuestión de creer o no creer; sino, de intuir “por qué” y “en qué” creer; básicamente, de “sentir” para creer. Quien admite el dogma sin sentir realmente el espíritu de su esencia come un cebiche con el gusto anestesiado, generando, tarde o temprano, una relativa alergia al pescado. Seamos francos, hay más crédulos culturales, “temerosos del porsiacaso”, que creyentes verdaderos. Pero en medio de ese circuito folk el agnóstico saldrá siempre perdiendo, incluso más que el mismísimo ateo, al que consideran insalvable; tomando al agnóstico como posible proyecto de rescate de católicos, evangelistas, adventistas, etc., exponiéndolo a un enjuague de discursos repetitivos, cuadrados y soporíferos; y en otras circunstancias, a una burocrática negación como en las opciones de las encuestas nacionales.

El agnóstico, para definirlo en términos concretos, es el ser que declara inaccesible al entendimiento humano toda noción de lo absoluto. De ahí su rollo con la religión, de ahí su rollo con la intolerancia y lo fundamentalista. De ahí su condición de inadvertido árbitro entre ateos y conversos. Pero, ojo, no se lo confunda ni condene tan a priori. El agnóstico, normalmente, reconoce la importancia de los valores cristianos, comulgando con gran parte de ellos, y con su práctica protagónica en una sociedad.

Y a propósito, ¿qué diferencia a un agnóstico de un ateo?
Probablemente la decisión, quizá el miedo, tal vez la ignorancia, seguramente la moda; o cualquier cosa que distancie a un pan con azúcar de un bizcocho, o a un futbolista de un atleta.

Ser agnóstico implica una sana concesión a la duda, dentro de la que se puede manifestar un mundo de interpretaciones para un mundo igual de grande e insondable, permitiendo que anide una certeza: la de la “posibilidad”. Posibilidad de algo más allá de lo que vemos. De alguien o algo más allá de los fenómenos naturales, y que no necesariamente viste túnica blanca y ante el que hay que rendir cuentas luego de esta vida. Quizá sólo se trate de energía, necesidad, y un poco de dignidad ontológica.

A veces, cuando algún domingo por la tarde, vuelvo a ocupar la banca de alguna iglesia, sólo mientras espero a alguien, vuelvo a pensar en la anécdota del hombre occidental, de ese que soñó que hablaba con Dios, y le pedía permiso para ser agnóstico, y Dios lo otorgaba razón diciéndole que estaba en su derecho.
Ese hombre fue agnóstico gracias a Dios.
Armonía se llama.

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