Un lucero en la otra avenida
(Por Ybrahim Luna Rodríguez)
“El vals perdido”

Descubrir a Chabuca es revelar la más sensible de las dimensiones de la música peruana. Un lugar diferente, reservado a cierto desvanecimiento de las cosas buenas. Un perfume que agoniza, que está expectante en cada evocación. Una música de ángeles enmohecidos, anclados a puentes y alamedas.
Chabuca es peruana, orgullosamente limeña, mágicamente negra. Pero sin duda universal; y marginalmente universal en el Perú. Conocida aquí por sólo un puñado de canciones, una exquisita selección que, sin embargo, deja de lado una producción real de casi cuatrocientos temas, legados a una nación que olvida las mejores herencias de sus hijos, y que se pierde en la ignorancia de sus apuros cotidianos y en la insultante falta de difusión de los medios.
Chabuca abrió las cortinas de una nueva belleza. La belleza de lo poético cotidiano. Su música irrumpió en el escenario como una creación sofisticada y clásica a la vez. Estaban siempre presentes las evocaciones de una Lima antigua, señorial, de balcones, puentes y jardines. Chabuca es sin duda de otro huerto. Su cadencia se acerca más, aunque a algunos les cueste reconocerlo, al tango, al jazz, o al flamenco. Ella se aleja, radicalmente, desde el ayer de la criollada de peña que domina actualmente la escena de la moribunda música peruana. En el presente no hay compositores que siquiera se le acerquen. Ella, al igual que otros artistas que rompieron con el molde de su época, izó una bandera única; una bandera que nació con ella y se perdió con su partida. La compositora tuvo una forma de interpretar muy peculiar, un ritmo de voz asincopado, ritmo perteneciente más al jazz que a nuestros estilos vernaculares, y por ende muy difícil de seguir. Los “criollos” de hoy interpretan la música de Chabuca de una manera que no favorece en nada a la versión original. Un claro ejemplo de ello, es la canción José Antonio, que se ejecuta como un tema de desgarro y desamor, siendo en realidad un recuerdo suave, nostálgico, de tipo fraternal, casi filial; y no el pedido de una amante desesperada.
Alguien dijo, con algo de razón, que los valses de Chabuca eran tangos disfrazados. Y eso no ofende. Chabuca viajó mucho y conoció a los grandes. Su riqueza musical, intelectual, y estética la diferenciaron de los demás. Ella misma como persona era muy sensible, una mujer que emanaba una aura de paz y de sobrecogedora clase.

Una veredita alegre con luz de luna o de sol/ tendida como una cinta con sus lados de arrebol/ arrebol de los geranios y sonrisas con rubor/ arrebol de los claveles y las mejillas en flor/ perfumada de magnolias/ rociadas de mañanita/ la veredita sonríe cuando tu piel acaricia/. . . (Fina Estampa)

Así como la etapa reservada a la evocación de la Lima señorial; llegó la dedicada a la poética del ser humano, caracterizada por un verso maduro de matices sólidos y pasión sensual. Centrada en la fuerza vital del idilio, y del deseo convertido en un pedido de la noche, de trágicos amores, de imágenes fantasmales, de la lejanía del amante. Una etapa en la que resaltan, como ejemplo, algunos temas dedicados a personajes puntuales como poetas.

Pero, pero/ pero cómo serán mis despertares/ cómo serán mis despertares/ pero cómo serán mis despertares/ cada vez que despierte avergonzada/ cada vez que despierte avergonzada/ tanto amor y avergonzada/ tanto amor y avergonzada. (Cardo o ceniza)
Otra de las etapas de la gran Chabuca es la dedicada a la música y ritmos negros, afro peruanos, de la Lima emergente de aquella época. Ritmos que por entonces eran relegados a un segundo plano por su génesis plebeyo y negro. Chabuca junto a quien reconocería sentimentalmente como su hijo adoptivo, el maestro del cajón “Caitro” Soto, recrearon la esencia de este género, dándole un lugar en los estrados de la trascendencia.
Pero María Isabel Granda Larco, como otros genios, fue olvidada, y convertida en artista casi de culto. Ese lucero andará ahora brillando en la otra avenida.

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