Un hombre, y ese asunto de los peces...

Por Alan Luna

Un hombre que salió del lodo, y no del barro, tenía las manos rotas, y ya no creía en la casa -y menos en la caza-. Su hogar era un basural en una calle en la periferia de la ciudad. Sus hermanos, emplumados y alegres, eran gallinazos de cabeza roja. Ese hombre tuvo una necesidad. Sintió una carencia; y empezó la búsqueda de algo indeterminado. Como toda búsqueda, el objetivo no estaba claro al inicio, pero en este caso, tampoco lo estuvo hasta el final. El hombre se sentó frente a una catedral. Y mató sus piojos mientras pensaba en su familia extinta en la selva. Los alacranes, que le recorrían la cabellera descuidada, se deshacían en cenizas iguales. El hombre buscó una pileta y bebió hasta más no poder el agua de la fuente. Los municipales lo sacaron a palos. El hombre fue hasta la orilla del mar, y empezó a pescar lo que pudo. Con una maderita de tripley, un ovillo de nylon, y un imperdible se fabricó un anzuelo de lujo. Sólo peces borrachos caían. Pero en el hombre no hubo frustración. Ni en sus ojos, ni en su barba gris, nada de frustración. Esperó que la tarde le soplara las heridas. El hombre emigró a la sierra, siempre a pie desnudo. Se hizo amigo de los ritos, pero no encontró lo que buscaba. Y el hombre llegó un día a la selva, y en la orilla de un río, en un charco claro, vio unos pececitos rosados jugar y dar vueltas a gran velocidad. Ahí se quedó contemplándolos con simple y gran felicidad. Se dio cuenta que hasta ese momento no había buscado en el lugar indicado, y se quedó maravillado por largo, casi infinito, tiempo.

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