Por Alan Luna
Subimos al taxi, y el chofer nos dice (algo como): por qué tanta vaina, tanta bulla, si a las finales, bueno, el chino Fujimori hizo obra; robó, pero hizo obra.
Muchos crecimos creyendo que algo andaba mal, realmente mal. Empezaban los noventa, y las esperanzas de un gobernante “correcto” empezaban a desmoronarse. Después del 5 de abril el horizonte empezó a nublarse. Algunos se percataron de la verdadera dimensión de los hechos; otros, los que aplaudieron, digámoslo así, se redescubrieron como potenciales fans de lo autoritario.
Surgieron, por entonces, las primeras denuncias de acciones oscuras tras bambalinas. Y los que ejercíamos la pre-pubertad andábamos en otras cosas. El trans y el reggae llegaron a las discos para quedarse. Los mejores y más acertados fiscales-francotiradores eran revistas independientes que nos estremecían con sus carátulas.
El debate no parecía trascender: puede robar, matar, pero hace obra. Con esa “conjura” la dictadura de Fujimori, como tantas dictaduras latinoamericanas, se hizo popular, muy popular. Los que empezaban a oponerse serían rápidamente etiquetados como revoltosos ignorantes anti-pacificación, por no decir otra cosa.
La necesidad de vencer el terror hizo que muchos peruanos justificasen todos los métodos de respuesta. Aunque estos métodos fuesen tan “radicales” como el terror mismo; y aunque estos métodos, en su aplicación, borrasen del mapa a muchos inocentes, ya que eso no importaba tanto, por que la mayoría de ese “saldo lamentable” vivía en las alturas del Perú profundo.
La clase media, esa que según muchos era la reserva moral, debería desaparecer por representar, básicamente, un obstáculo en las intenciones embrutecedoras y perennizadotas de la dictadura. No sé cómo, pero se logró. Mientras la gente estuviese más preocupada por sobrevivir, menos reclamaría por las injusticias.
Y alguien diría: pero se venció la inflación.
Digamos que el momento internacional, la privatización de medio Perú, y la desaparición de los derechos laborales, de hecho sirvieron.
Ya de adolescentes, algunos discutimos en el colegio, pero las interrogantes a lo mucho eran atendidas por uno o dos amigos, de hecho, hijos de profesores. El Sutep por entonces encabezó una férrea e histórica defensa. Defensa que no se debe olvidar.
Crecimos, y las noticias sobre Vladimiro Montesinos se colaban cada fin de semana en programas televisivos, revistas y diarios no “alineados” con la “causa”.
De jóvenes (así de extensa fue la cosa), como universitarios, salimos a las calles a protestar por lo que a veinte cuadras ya olía a podrido. “En sierra, costa y selva, el chino es un m…”. Y la prensa, totalmente comprada, hablaba de nosotros como la turba-multa.
Incluso, el grupo Colina, fue motivo de un debate extraño. Para la gente con un poco de dignidad siempre fue un grupo de criminales; pero, para la mayoría, probablemente, héroes nacionales merecedores del anhelado indulto presidencial.
Pero así como en la salsa: “todo tiene su final, nada dura para siempre…”
Los vladivideos terminaron por resquebrajar una relación que ya estaba en su etapa más complicada. Después de las elecciones fraudulentas, las entidades internacionales quitaron el respaldo al gobierno de Fujimori. Las culpas y recriminaciones venían de ambos lados de la trinchera. La hoguera de vanidades y poderes ya no podría convivir mucho tiempo.
Y aun ahora, cuando subo a un taxi, el chofer a veces repite: total, tanta vaina por este juicio, si nuestro chino pacificó el país, detuvo la inflación, y si desapareció gente, bueno, eran terrucos o serranos.
¿Qué responder a eso?
Subimos al taxi, y el chofer nos dice (algo como): por qué tanta vaina, tanta bulla, si a las finales, bueno, el chino Fujimori hizo obra; robó, pero hizo obra.
Muchos crecimos creyendo que algo andaba mal, realmente mal. Empezaban los noventa, y las esperanzas de un gobernante “correcto” empezaban a desmoronarse. Después del 5 de abril el horizonte empezó a nublarse. Algunos se percataron de la verdadera dimensión de los hechos; otros, los que aplaudieron, digámoslo así, se redescubrieron como potenciales fans de lo autoritario.
Surgieron, por entonces, las primeras denuncias de acciones oscuras tras bambalinas. Y los que ejercíamos la pre-pubertad andábamos en otras cosas. El trans y el reggae llegaron a las discos para quedarse. Los mejores y más acertados fiscales-francotiradores eran revistas independientes que nos estremecían con sus carátulas.
El debate no parecía trascender: puede robar, matar, pero hace obra. Con esa “conjura” la dictadura de Fujimori, como tantas dictaduras latinoamericanas, se hizo popular, muy popular. Los que empezaban a oponerse serían rápidamente etiquetados como revoltosos ignorantes anti-pacificación, por no decir otra cosa.
La necesidad de vencer el terror hizo que muchos peruanos justificasen todos los métodos de respuesta. Aunque estos métodos fuesen tan “radicales” como el terror mismo; y aunque estos métodos, en su aplicación, borrasen del mapa a muchos inocentes, ya que eso no importaba tanto, por que la mayoría de ese “saldo lamentable” vivía en las alturas del Perú profundo.
La clase media, esa que según muchos era la reserva moral, debería desaparecer por representar, básicamente, un obstáculo en las intenciones embrutecedoras y perennizadotas de la dictadura. No sé cómo, pero se logró. Mientras la gente estuviese más preocupada por sobrevivir, menos reclamaría por las injusticias.
Y alguien diría: pero se venció la inflación.
Digamos que el momento internacional, la privatización de medio Perú, y la desaparición de los derechos laborales, de hecho sirvieron.
Ya de adolescentes, algunos discutimos en el colegio, pero las interrogantes a lo mucho eran atendidas por uno o dos amigos, de hecho, hijos de profesores. El Sutep por entonces encabezó una férrea e histórica defensa. Defensa que no se debe olvidar.
Crecimos, y las noticias sobre Vladimiro Montesinos se colaban cada fin de semana en programas televisivos, revistas y diarios no “alineados” con la “causa”.
De jóvenes (así de extensa fue la cosa), como universitarios, salimos a las calles a protestar por lo que a veinte cuadras ya olía a podrido. “En sierra, costa y selva, el chino es un m…”. Y la prensa, totalmente comprada, hablaba de nosotros como la turba-multa.
Incluso, el grupo Colina, fue motivo de un debate extraño. Para la gente con un poco de dignidad siempre fue un grupo de criminales; pero, para la mayoría, probablemente, héroes nacionales merecedores del anhelado indulto presidencial.
Pero así como en la salsa: “todo tiene su final, nada dura para siempre…”
Los vladivideos terminaron por resquebrajar una relación que ya estaba en su etapa más complicada. Después de las elecciones fraudulentas, las entidades internacionales quitaron el respaldo al gobierno de Fujimori. Las culpas y recriminaciones venían de ambos lados de la trinchera. La hoguera de vanidades y poderes ya no podría convivir mucho tiempo.
Y aun ahora, cuando subo a un taxi, el chofer a veces repite: total, tanta vaina por este juicio, si nuestro chino pacificó el país, detuvo la inflación, y si desapareció gente, bueno, eran terrucos o serranos.
¿Qué responder a eso?
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1 comentarios:
respondele:::
señor, por favor ... NO se reproduzca ... graciassss
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