"Por qué odio los Oscar", por César Hildebrandt



César Hildebrandt

Mi odio hacia la ceremonia de los Oscar sólo puede compararse con el que siento por los matadores de focas bebés.


Y sí, algo también se mata con los Oscar, algunas cosas sucumben en ese escenario que es el olimpo de la vanidad más grande con el menor respaldo posible. El buen gusto, por ejemplo, resulta varias veces muerto. Y también, por lo general, se mata a la justicia. Para el primero de los crímenes están los comentarios al borde de la alfombra roja y los modelitos que las divas llevan a cuestas. Para lo segundo –el asesinato constante de la justicia– está la elección sistemática de lo banal y lo externo, la consagración previsible de todo aquello que la industria cinematográfica ha decidido construir como nueva mercancía.


Cientos de millones de seres humanos pasteurizados por Hollywood se han pegado anoche al televisor. Muchos más de los que vieron, a esa misma hora, el documental de Nat.Geo sobre el calentamiento global. Y muchos más de los que han visto las películas que se disputaban ese trofeo ridículo ideado por un empleado de la Metro en 1928.


Debo explicarme mejor: mi odio por los Oscar es inversamente proporcional a mi amor por el cine. Porque resulta que lo que a mí me parece premiable no lo es para la mafia de Los Ángeles y lo que es maravilloso para la mafia a mí me parece, casi siempre, un fiasco.


La llamada “Academia etcétera” –un club endogámico donde los actores se premian entre ellos, las actrices se van rotando en el trono de mimbre y el lobby judío ejerce una influencia enorme– jamás premió a Hitchcock o a Kurosawa, a Bergmann o a Fellini, pero podría hacerse un tomo del tamaño de la guía telefónica con la lista de medianías sin remedio que han dicho “gracias, muchas gracias” después de recibir su premio.


No premiaron a Orson Welles por “Ciudadano Kane”, pero le dieron once de esas cosas doradas a “Titanic”, un naufragio de película. Y encima convirtieron en non plus ultra como actriz a Kate Winslet, de quien nadie hablará dentro de cinco años.


Y en un año en el que había que premiar a actores negros porque así lo exigía lo políticamente correcto, entonces le dieron su Oscar a Forest Whitaker, uno de los peores actores que he visto en varias décadas de cinéfilo. Pero, claro, se lo dieron porque hizo el papel de Idi Amín y, en ese caso, la presión del lobby judío –el rescate de Entebbe: negro caníbal versus inteligencia israelí– hizo lo suyo. Como hizo lo suyo a la hora de premiar al insoportable Roberto Benigni por “La vida es bella”, una huachafada insultante para quienes de verdad sufrieron los horrores de los campos de exterminio nazis.


Cómo serán de tramposos y enrevesados estos administradores de honores truchos que hicieron de Cecil B. De Mille, un director de cartón para películas de cartón-piedra y trompetas romanas, poco menos que un genio. Cuando la verdad es que el señor De Mille era un paisajista holístico y un José María Pemán recreando la Biblia para el canal 33.


A “Lo que queda del día” no le dieron ni un Oscar de hojalata, pero le entregaron cuatro a “Cleopatra”, con Elizabeth Taylor haciendo de reina egipcia maquillada por Elsa Maxwell en un ataque de lujuria lésbica. Y a “El hombre elefante”, ni el cobre, pero sí a ese bodrio cecilbedemilesco llamado “El espectáculo más grande del mundo”.


Nunca premiaron a Richard Burton porque les caía gordo que fuera tan borracho, tan talentoso y tan exitoso con sus mujeres (y que, además, recitara con voz de guarapero mundial a ese otro borracho glorioso llamado Dylan Thomas). Y nunca le dieron nada a Alber Finney probablemente por las mismas razones.


No nominaron a Jodie Foster por “Pequeño Tate”,una película brillante, pero sí a Sofía Coppola por “Lost in Translation”, un aborto pentamesino de película.


Y así podríamos seguir. Los Oscar son la farsa más exitosa del mundo. Sólo ciertas Iglesias están por encima. Y la alfombra roja –no lo olviden– está siempre en todas las grandes farsas: bodas, celebraciones de hermandad, inauguraciones de gobiernos.


Posdata: Raúl Castro, de 76 años, es el nuevo Presidente de Cuba. Su primer vicepresidente será José Ramón Machado Ventura, médico de 77 años. Reelegido presidente del parlamento ha resultado Ricardo Alarcón, de 71, el más joven de la más alta jerarquía. El paso a los más jóvenes, anunciado por Fidel, parece estar cumpliéndose

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