LA PRIMERA EXPEDICIÓN
Autor: Alan Y. Luna R.
Entramos en la última y más espesa noche de marzo. Los vidrios de nuestros ojos brillaban de pura oscuridad. Los sonidos que acompañaban nuestro camino no eran de animales o de humano alguno, sino de los grandes molles y eucaliptos. Había más ruidos en las maderas de la noche que en nuestros pensamientos. Nos dejábamos llevar por la niebla de un llamado primitivo: nuestro instinto. Ese instinto que abría trocha por nosotros utilizando nuestras manos laceradas por el frío .
Lo único que nos detuvo a descansar fue el milagro de una luna, una aparición fantasmal, circular y de proyección verdosa. Mis dos compañeros estaban más obnubilados que yo. Su determinación, creo , no parecía nacer de un impulso, sino de un mandato más externo, más impuro. No dijeron nada, sólo se desplomaron sobre sus espaldas de cargadores, y se sumieron en un sueño práctico. Mi sueño era en cambio más teórico y por lo tanto más profundo y menos alerta, como el de algunos ancianos amautas. Fue así que terminé sólo.
Cuando volví a la realidad supe que mis guías habían seguido su camino, probablemente porque me consideraban un estorbo en su inmediato destino. Afortunadamente me dejaron agua, algo de comida y la ropa necesaria para el resto del viaje, el cual debería hacer solo y, si todo estaba en su cauce, con la plena certeza de guiarme a través de mi intuición. Era una prueba, ahora lo sé, necesaria.
No me vi desamparado, sino, más bien, enfrentado a mi mismo. Acampé un par de horas mientras el día se ponía en su lugar. Los animales estaban extintos por una persecución imaginaria. Quizá por el miedo que se arrastraba por esos lugares. No hace mucho se tuvo noticias de que el “cortaorejas”, o lo que quedaba de él seguía vagando por el sitio. Se contaba que hace un poco más de cuatro décadas, un inmigrante alemán había pisado esas tierras , en busca de refugio, y pronto se habría afincado y obtenido mucho poder. Se hablaba de una hacienda, la que administraba con los recursos de la crueldad y el miedo, que tenía un sicario a su mando, un capataz que tenía la orden de matar a cualquiera que invadiese los terrenos de la hacienda, para luego cortar las orejas de los caídos para una extraña colección.
El viento empezó a correr en dirección contraria y me llegó un olor de difícil digestión. Un aroma a alcohol, a alcanfor, algo así. Seguí la ruta por la única trocha evidente .
Al llegar nuevamente la noche ese olor raro parecía invadir cierto tramo del aire. Decidí descansar en un claro, después de todo no era tan valiente como para enfrentar la noche solo. Mis sueños se hicieron confusos, ya no reveladores, sino truncos, como una película sin principio ni final.
La oscuridad se hizo intensa, y el cielo que se ahondaba en una luna nueva se agitó tumultuoso. El olor a alcohol se percibía cercano.
A la mañana al despertar me encontraba rodeado por personas del lugar. Un alférez me dijo que tenía suerte de estar vivo, que habían sido hallados los cuerpos sin vida de dos viajeros bosque arriba, mis compañeros supuse; muertos de frío, y sin los pabellones de las orejas. Fue entonces que recordé la anécdota que relataba que la posesión más preciada del “cortaorejas” era precisamente un enorme frasco con alcohol donde guardaba las orejas, y que cuando los policías lo detuvieron décadas atrás percibieron un extraño olor a macerado, muy parecido al alcanfor. Desde entonces no he vuelto a pisar ese bosque, aunque sepa que cierto secreto de los incas yace en esas tierras, por ahora desoladas.
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