Fábula surrealista rescatada de una botella
De la vocación política en el Perú y sus metafísicas dimensiones
Texto de Ybrahim Luna Rodríguez
“Un hombre cayó en silencio a la noche de los tiempos, y sin darse cuenta desembarcó en el Perú. El paria ancló sin más remedio en una tierra árida, y se creyó la mentira del colonizador. Entabló comunicación con las tribus y empezó a evangelizar con el verbo de la civilización. Su gesta plantó un germen de cambio, liderando las primeras migraciones a la capital, llenando los alrededores de asentamientos humanos y basurales sin remedio. Sus hombros parecían dislocarse ante la luz del mediodía. Cargaba cuanto balde de agua era necesario para resanar la precaria salud de los hijos del olvido. Luego presidió los primeros comedores populares y sindicatos del país, en donde juró nunca pretender un cargo político.
Pero sabemos de promesas como de la flor de cenizas, esa que creía resistirse al viento cuando en realidad era tan sólo un fantasma. Este colonizador que había superado las décadas desde su incorruptible piel, se había ganado el apelativo de predicador, por su zoológica perseverancia en lo sacrificado, y su religiosa entrega a lo inmaterial.
Pero cada vez se hacían más difusas sus certezas. Ese hombre empezó a cambiar como un camaleón, a tal punto que un día nadie lo reconoció.
…Y nuestro país se convirtió en un jardín de hermosas y floridas espinas, arrancadas y vueltas a sembrar con cada generación de resentimientos y triunfos llenos de aserrín. El predicador que enseñaba con la mano derecha era engañado por su mano izquierda. Se sucedieron quinientas fábulas políticas, y el imperio de un dictador cayó, no por el embate de la fuerza social, sino por un lío de faldas; la verdadera heroína sería entonces Matilde Pinchi Pinchi. Abogamos luego por la raza, y la raza fue más fiera con sus propios hijos. La resignación nos obligó a tender puentes de ingenuidad para creernos el decálogo liberal de las únicas soluciones. El animal político nunca le hizo tanto honor a su condición.
Cualquier ensayo de cambio se fue diluyendo en una diminuta taza de café que reflejaba el rostro aún sano y optimista de un Javier Diez Canseco. Y el mejor periodista del Perú se veía obligado a prolongar su exilio intelectual.
El predicador del que hablábamos murió un día, atropellado por una combi, una de esas mañanas adormecidas, entre canastas de pan y perros de esquina. Pero en el Perú nada muere, sólo se somete a las leyes físicas de la transformación. El predicador anónimo y resucitado admiraba a Vladimiro, y sembraba geranios en los parques, hasta el mismo instante en que, como en un mal sueño, decidió dirigir un pequeño grupo de empleados descontentos, y así empezar su carrera política en Macondo, que es lo mismo que decir en Perú”.
Este extraño texto pertenece a un manuscrito que fue hallado en una botella que flotaba en los charcos más inexpugnables de la prensa nacional, con una frase en su exterior que rezaba: afortunada la ignorancia porque de ella será el reino de la anestesia.
Pero sabemos de promesas como de la flor de cenizas, esa que creía resistirse al viento cuando en realidad era tan sólo un fantasma. Este colonizador que había superado las décadas desde su incorruptible piel, se había ganado el apelativo de predicador, por su zoológica perseverancia en lo sacrificado, y su religiosa entrega a lo inmaterial.
Pero cada vez se hacían más difusas sus certezas. Ese hombre empezó a cambiar como un camaleón, a tal punto que un día nadie lo reconoció.
…Y nuestro país se convirtió en un jardín de hermosas y floridas espinas, arrancadas y vueltas a sembrar con cada generación de resentimientos y triunfos llenos de aserrín. El predicador que enseñaba con la mano derecha era engañado por su mano izquierda. Se sucedieron quinientas fábulas políticas, y el imperio de un dictador cayó, no por el embate de la fuerza social, sino por un lío de faldas; la verdadera heroína sería entonces Matilde Pinchi Pinchi. Abogamos luego por la raza, y la raza fue más fiera con sus propios hijos. La resignación nos obligó a tender puentes de ingenuidad para creernos el decálogo liberal de las únicas soluciones. El animal político nunca le hizo tanto honor a su condición.
Cualquier ensayo de cambio se fue diluyendo en una diminuta taza de café que reflejaba el rostro aún sano y optimista de un Javier Diez Canseco. Y el mejor periodista del Perú se veía obligado a prolongar su exilio intelectual.
El predicador del que hablábamos murió un día, atropellado por una combi, una de esas mañanas adormecidas, entre canastas de pan y perros de esquina. Pero en el Perú nada muere, sólo se somete a las leyes físicas de la transformación. El predicador anónimo y resucitado admiraba a Vladimiro, y sembraba geranios en los parques, hasta el mismo instante en que, como en un mal sueño, decidió dirigir un pequeño grupo de empleados descontentos, y así empezar su carrera política en Macondo, que es lo mismo que decir en Perú”.
Este extraño texto pertenece a un manuscrito que fue hallado en una botella que flotaba en los charcos más inexpugnables de la prensa nacional, con una frase en su exterior que rezaba: afortunada la ignorancia porque de ella será el reino de la anestesia.
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