Mirando a través de EL CODIGO DA VINCI,
por Ybrahim Luna Rodríguez
Resulta difícil, casi imposible, como supondrá el lector, separar la versión fílmica, de la literaria; y, por lo tanto, no dejarse influenciar por los apasionamientos que una abone en contra o a favor de la otra.
De algo estamos casi seguros: que la película cumplió su cometido de satisfacer el requerimiento del público. Claro está, todo dentro de lo correcto. Ron Howard, director estándar, tuvo por encargo desarrollar un planteamiento pragmático. Nada fuera de lo convencional, salvo algún final “alternativo” a la novela, suponemos previamente convenido con los autores y productores. También, es necesario entender que esta versión fílmica difícilmente será vista con ojos imparciales.
El mundo se ha aperturado con El Código Da Vinci al cuestionamiento de las verdades primarias, aquellas que se muestran en un solo sentido y sin mayor exploración. La novela no es una joya literaria, ni se muestra con total pureza intelectual, es obvio que entre sus razones estuvo la de llegar al podio de la manera más inmediata. Pero, al margen de todos los reparos que se puedan hacer respecto a su contenido o finalidad, las teorías están ahí, expuestas, emancipadas, risibles o hirientes. Señalan con razón muchos intelectuales, que, estas cosas no se podrían haber hablado en otras épocas, en las que el sólo hecho de la duda representaba una herejía meritoria de la hoguera.
Por otro lado, se entendía que el film cayese en la necesidad del diálogo explicativo, y es que muchos anclaron en la película sin haber leído el libro previamente. La explicación en este caso se preveía como un mal necesario; no podía recurrirse a la síntesis del entendimiento y, bueno, sobre todo si hablamos de Hollywood, la industria más efectista y díscola a la inteligencia conceptual. La novela misma fue escrita, para muchos, como un guión de cine anticipado y previsible. Pero si algo hemos aprendido es a mirar más allá de nuestras narices, y esa es una de las premisas de esta novela-película. Al margen de los tratamientos literarios o fílmicos, el desencanto de un sector conservador de la sociedad es evidente. No les hace gracia la ruptura de lo políticamente correcto, aunque se haga través de una ficción.
El Código Da Vinci tiene como fundamento las teorías expuestas en libros anteriores, mucho más marginales en su recepción, pero más interesantes, crudos, y menos torpes en sus resoluciones; libros basados en estudios sociológico-históricos, como por ejemplo: La Revelación de los Templarios, o The holly blood and the holly Grail. Si la novela remeció algunos cimientos, las “hipótesis” base, podrían confundir varias certezas, atendiendo a la realidad que -siempre y cuando- uno tuviese certezas doctrinales o dogmáticas que defender.
Y, no necesariamente encontramos hipótesis descabelladas, si no, incluso, las que atienden al sentido común, como por ejemplo, tener en claro que la Biblia, al igual que el arte que descansa sobre soportes técnicos, descansa sobre soportes y nociones bastante humanas; que pudieron, o no, responder a la inspiración divina, como el famoso Concilio de Nicea de Constantino, en donde se recopilaron los textos que conformarían el libro sagrado, respondiendo a necesidades tan humanas, probablemente políticas, como divinas. Quién puede asegurar o rechazar algo, sino la propia Fe. Dependerá de cada uno creer en la verdad absoluta, o en su necesidad más inmediata. Está demás decir que las recaudaciones por las ventas del libro como de la película han alcanzado cifras astronómicas. La ingerencia del cálculo monetario no debe desvirtuar nuestra apertura al pensamiento crítico constructivo.
Queda entendido finalmente, y como rescate, que tenemos la libertad de creer; y de aceptar, en este caso, la esencia de Jesús, como la hayamos aprendido o rescatado, después de dos mil años de una enseñanza de vida que aún sigue vigente.
De algo estamos casi seguros: que la película cumplió su cometido de satisfacer el requerimiento del público. Claro está, todo dentro de lo correcto. Ron Howard, director estándar, tuvo por encargo desarrollar un planteamiento pragmático. Nada fuera de lo convencional, salvo algún final “alternativo” a la novela, suponemos previamente convenido con los autores y productores. También, es necesario entender que esta versión fílmica difícilmente será vista con ojos imparciales.
El mundo se ha aperturado con El Código Da Vinci al cuestionamiento de las verdades primarias, aquellas que se muestran en un solo sentido y sin mayor exploración. La novela no es una joya literaria, ni se muestra con total pureza intelectual, es obvio que entre sus razones estuvo la de llegar al podio de la manera más inmediata. Pero, al margen de todos los reparos que se puedan hacer respecto a su contenido o finalidad, las teorías están ahí, expuestas, emancipadas, risibles o hirientes. Señalan con razón muchos intelectuales, que, estas cosas no se podrían haber hablado en otras épocas, en las que el sólo hecho de la duda representaba una herejía meritoria de la hoguera.
Por otro lado, se entendía que el film cayese en la necesidad del diálogo explicativo, y es que muchos anclaron en la película sin haber leído el libro previamente. La explicación en este caso se preveía como un mal necesario; no podía recurrirse a la síntesis del entendimiento y, bueno, sobre todo si hablamos de Hollywood, la industria más efectista y díscola a la inteligencia conceptual. La novela misma fue escrita, para muchos, como un guión de cine anticipado y previsible. Pero si algo hemos aprendido es a mirar más allá de nuestras narices, y esa es una de las premisas de esta novela-película. Al margen de los tratamientos literarios o fílmicos, el desencanto de un sector conservador de la sociedad es evidente. No les hace gracia la ruptura de lo políticamente correcto, aunque se haga través de una ficción.
El Código Da Vinci tiene como fundamento las teorías expuestas en libros anteriores, mucho más marginales en su recepción, pero más interesantes, crudos, y menos torpes en sus resoluciones; libros basados en estudios sociológico-históricos, como por ejemplo: La Revelación de los Templarios, o The holly blood and the holly Grail. Si la novela remeció algunos cimientos, las “hipótesis” base, podrían confundir varias certezas, atendiendo a la realidad que -siempre y cuando- uno tuviese certezas doctrinales o dogmáticas que defender.
Y, no necesariamente encontramos hipótesis descabelladas, si no, incluso, las que atienden al sentido común, como por ejemplo, tener en claro que la Biblia, al igual que el arte que descansa sobre soportes técnicos, descansa sobre soportes y nociones bastante humanas; que pudieron, o no, responder a la inspiración divina, como el famoso Concilio de Nicea de Constantino, en donde se recopilaron los textos que conformarían el libro sagrado, respondiendo a necesidades tan humanas, probablemente políticas, como divinas. Quién puede asegurar o rechazar algo, sino la propia Fe. Dependerá de cada uno creer en la verdad absoluta, o en su necesidad más inmediata. Está demás decir que las recaudaciones por las ventas del libro como de la película han alcanzado cifras astronómicas. La ingerencia del cálculo monetario no debe desvirtuar nuestra apertura al pensamiento crítico constructivo.
Queda entendido finalmente, y como rescate, que tenemos la libertad de creer; y de aceptar, en este caso, la esencia de Jesús, como la hayamos aprendido o rescatado, después de dos mil años de una enseñanza de vida que aún sigue vigente.
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