CUENTO:
FANTASMA del SUR
AUTOR: Alan Luna

Es decadente, fino, de sangre noble, un caballero desperdiciado entre los guanos redentores del tercer mundo. No tiene causa, afortunadamente. No posee edad, ni inquisiciones, ni evangelios. Don Sebastián es un excéntrico ex-periodista. Él sintió el olor aceitoso de las monstruosas imprentas de principios de siglo; y ahora trabaja en computadoras del tamaño de un maletín. No encontró mejor película que The Citizen Kane, ni mejor bebida que el whisky de contrabando. Sus paseos son memorables, vestido con sacón largo, corbata azul y bastón, no pasa desapercibido entre la gente. Muchos lo consideran un huachafo. Él siente que su señorío recobra vigencia al pisar cada calle de los barrios más pobres. Fue director de un diario y luego, noticia a color, cuando se descubrió que tenía más dos amantes a la vez. Fue la encarnación del líder perdido que buscaban las jóvenes voces literarias de Hispanoamérica, luego, un ebrio con mucho tiempo anquilosado y dinero perdido. Se corrompió en cada círculo vicioso posible, amasó una fortuna de miedos y respetos; se hizo chofer, pintor, taxista, pescador, cineasta y fotógrafo. Su ley fue pesar más que sus amigos, y ser más liviano que sus enemigos. Le gustaba caminar por el sur de la ciudad, aunque en realidad haya sido por el noroeste; la ecuación era simple, norte arriba, sur abajo, la indicación: esperar las lluvias y seguir la dirección de las aguas que corrían por las cunetas de la avenida principal, hacia allí estaba el gran Sur.
Cuando no está a la intemperie se refugia en su madriguera, una hermosa casa ubicada en las afueras de la ciudad, entre los eucaliptos y las lecheras artesanales. Su sala tiene un aire, un nosequé fantasmal, con paredes derechas que, a la luz de los humos de su pipa, parecen difuminarse junto a los cuadros originales y floreros incaicos. Tiene un gusto especial por los poetas malditos y los vehículos último modelo; entre sus libros se hallan revistas de las mejores carrocerías del mundo, además de un timón enorme, un parachoques que cuelga y un reloj suizo de péndulo. Ama las pipas, tiene casi cuarenta de ellas coleccionadas en su estante principal, tiene textos aburridos que coloca bajo las macetas. Los empleados se encargan del orden necesario, sobre todo de cerrar las cortinas al mediodía y encender los ventiladores amarillos para remedar una fresca noche. Sebastián es como un vampiro de cien años que se ha rehecho de sus cenizas vencidas, una y otra vez. Ahora prefiere apostar al box a ser invitado los viernes por la noche a inaugurar eventos culturales. Sus aficiones son innumerables, como por ejemplo, pesar en una balanza rústica las fotos de los familiares que lo quieren con las de los que lo detestan, y sentirse triunfante haciendo trampa con unas monedas de sobrepeso.
Sebastián tuvo manos de campesino, de arrocero profesional, de estibador, de escultor prolijo. Y nadie le enseñó nada, él se hizo solo, a veces eso le causa un milimétrico remordimiento. Un rencor por haber sido dejado de lado, o por haber sido querido en exceso cuando deseaba que lo empujaran a la vida. Nunca conoció a sus padres. Se jactaba de ser más hombre que cualquiera, bebía una botella de cañazo de un solo trago, sin respirar, y luego escupía en las hogueras que se hacían para espantar a los mosquitos, creando un fuego grande que sabía a tierra y saliva, los zancudos caían muertos al instante. Nunca quiso ser escritor porque no quiso ser estúpido. Tuvo una gran hacienda y trajo al pueblo el primer televisor a colores. Las autoridades rendían culto a su inteligencia. Pero un día fue tocado por el olvido y cubierto por las pistas y los anuncios de neón. Partió a Europa y terminó en África haciendo obras humanitarias. Regresó a su país esperando un recibimiento a la altura de las circunstancias. No encontró a nadie; la nación no se percató de su llegada. Los políticos no lo tomaron en serio. Construyó, entonces, una máquina que procesaba azúcar, algodón, cebada y arroz al mismo tiempo, máquina que vendió a unos extraños empresarios de la Antártida. Estuvo en Latinoamérica sin gloria, pero con fe en sus paseos diarios. Caminaba por las escalinatas empedradas con valses de Chabuca y pensiones con aroma a tango y a bossa nova, con la fascinación de un niño que nunca existió, ni jugó a nada; porque Sebastián no era nada, sólo un viento que corría de abajo hacia arriba. Don Sebastián fue siempre un punto cardinal, el fantasma del Sur.
Canción (Oír) : AVE BLANCA, AVE AZUL.mp3:
http://www.serenatavirtual.com/escuchar.asp?Cancion=2010
CUENTO:
LA PRIMERA EXPEDICIÓN
Autor: Alan Y. Luna R.

Entramos en la última y más espesa noche de marzo. Los vidrios de nuestros ojos brillaban de pura oscuridad. Los sonidos que acompañaban nuestro camino no eran de animales o de humano alguno, sino de los grandes molles y eucaliptos. Había más ruidos en las maderas de la noche que en nuestros pensamientos. Nos dejábamos llevar por la niebla de un llamado primitivo: nuestro instinto. Ese instinto que abría trocha por nosotros utilizando nuestras manos laceradas por el frío .
Lo único que nos detuvo a descansar fue el milagro de una luna, una aparición fantasmal, circular y de proyección verdosa. Mis dos compañeros estaban más obnubilados que yo. Su determinación, creo , no parecía nacer de un impulso, sino de un mandato más externo, más impuro. No dijeron nada, sólo se desplomaron sobre sus espaldas de cargadores, y se sumieron en un sueño práctico. Mi sueño era en cambio más teórico y por lo tanto más profundo y menos alerta, como el de algunos ancianos amautas. Fue así que terminé sólo.
Cuando volví a la realidad supe que mis guías habían seguido su camino, probablemente porque me consideraban un estorbo en su inmediato destino. Afortunadamente me dejaron agua, algo de comida y la ropa necesaria para el resto del viaje, el cual debería hacer solo y, si todo estaba en su cauce, con la plena certeza de guiarme a través de mi intuición. Era una prueba, ahora lo sé, necesaria.
No me vi desamparado, sino, más bien, enfrentado a mi mismo. Acampé un par de horas mientras el día se ponía en su lugar. Los animales estaban extintos por una persecución imaginaria. Quizá por el miedo que se arrastraba por esos lugares. No hace mucho se tuvo noticias de que el “cortaorejas”, o lo que quedaba de él seguía vagando por el sitio. Se contaba que hace un poco más de cuatro décadas, un inmigrante alemán había pisado esas tierras , en busca de refugio, y pronto se habría afincado y obtenido mucho poder. Se hablaba de una hacienda, la que administraba con los recursos de la crueldad y el miedo, que tenía un sicario a su mando, un capataz que tenía la orden de matar a cualquiera que invadiese los terrenos de la hacienda, para luego cortar las orejas de los caídos para una extraña colección.
El viento empezó a correr en dirección contraria y me llegó un olor de difícil digestión. Un aroma a alcohol, a alcanfor, algo así. Seguí la ruta por la única trocha evidente .
Al llegar nuevamente la noche ese olor raro parecía invadir cierto tramo del aire. Decidí descansar en un claro, después de todo no era tan valiente como para enfrentar la noche solo. Mis sueños se hicieron confusos, ya no reveladores, sino truncos, como una película sin principio ni final.
La oscuridad se hizo intensa, y el cielo que se ahondaba en una luna nueva se agitó tumultuoso. El olor a alcohol se percibía cercano.
A la mañana al despertar me encontraba rodeado por personas del lugar. Un alférez me dijo que tenía suerte de estar vivo, que habían sido hallados los cuerpos sin vida de dos viajeros bosque arriba, mis compañeros supuse; muertos de frío, y sin los pabellones de las orejas. Fue entonces que recordé la anécdota que relataba que la posesión más preciada del “cortaorejas” era precisamente un enorme frasco con alcohol donde guardaba las orejas, y que cuando los policías lo detuvieron décadas atrás percibieron un extraño olor a macerado, muy parecido al alcanfor. Desde entonces no he vuelto a pisar ese bosque, aunque sepa que cierto secreto de los incas yace en esas tierras, por ahora desoladas.



Las motivaciones de Vallejo
Escribe: Alan Luna Rodríguez

No resulta difícil presumir cuál fue la acogida que tuvo la poesía de César Vallejo cuando el medio “intelectual” estaba dominado por una pequeña corte de conservadores limeños, muy encasillados, superficiales, y poco prestos al cambio y a la emancipación artística.
Todo debía pasar entonces por el tamiz de lo normal, y no alterar las heredadas convenciones de fondo y forma. Todo lo que no encajaba era claramente una trasgresión del método, y sobre todo, si se le agrega el prejuicio socio-cultural, o sea si nos referimos a las posibilidades poéticas de un “provinciano”.
Un provinciano que decidió, y necesitó hablar y escribir como no se debía: con una absoluta y metafísica libertad.
Vallejo para encontrarse tuvo que trasgredir, queriendo o sin querer, las rígidas ideas sobre poesía, lo que probablemente le resultó muy fácil, porque probablemente ni siquiera pensó en trasgredir algo, simple y llanamente, crear.

Reseñaremos un par de ejemplos de lo que Vallejo tuvo que enfrentar en sus inicios.
Las siguientes notas aparecen en el libro VALLEJO - Obra Poética Completa (1974) de Mosca Azul editores, en la parte correspondiente a Apuntes Biográficos sobre César Vallejo por Georgette de Vallejo:
Vallejo, que se ha aventurado a mandar un poema a la revista limeña Variedades, recibe la siguiente contestación, de la que reproducimos unos párrafos:
“… Nos remite usted un poema titulado El poeta a su amada, que en verdad le acredita a usted para el acordeón o la ocarina más que para la poesía.
Amada: en esta noche tú te has sacrificado
sobre los dos maderos curvados de mis besos
Amada: y tú me has dicho que Jesús ha llorado
y que hay un viernes santo más dulce que mis besos.
¿A qué diablos llama usted los maderos curvados de sus besos? ¿Cómo hay que entender eso de la crucifixión? …
Hasta el momento de largar a la canasta su mamarracho, no tenemos de usted otra idea sino la de deshonra de la colectividad trujillana, y de que si descubriera su nombre, el vecindario le echaría lazo y lo amarraría en calidad de durmiente en la línea del ferrocarril. . .” (sic)
* * *

Otra muestra fehaciente de este trato discriminatorio e ignorante, es un artículo titulado “La Justicia de Jehová”… firmado por Julio Víctor Pacheco, artículo también reseñado por Georgette de Vallejo en el libro líneas antes citado:
“Ese hombre (Vallejo), señor, entona himnos a la verde alfalfa, tal vez el instinto arranque de regresivo apetito familiar… asegura con la mayor frescura que “las carretas van arrastrando una emoción de ayuno encadenado”, Quiere también ser panadero y llevar en su corazón un horno… Quiere vivir tocando todas las puertas, y dice que sus huesos son ajenos y que él es un ladrón…”
* * *

Pero contrariamente al efecto menguante que estas “apreciaciones” debieron suscitar en el poeta, parecieron generar una enérgica y positiva motivación a su caudal artístico. Y así conseguir que su ser iluminado y enigmático, parido por un Perú emergente, continúe con su incesante productividad y búsqueda personal.
Oir mis canciones mp3., dale clik sobre la dirección en rojo

(puedes bajarlas o enviarlas si deseas)

-En el aire la moneda. mp3
http://www.serenatavirtual.com/escuchar.asp?Cancion=2002

-Aire de Carretera.mp3
http://www.serenatavirtual.com/escuchar.asp?Cancion=2006

-Las Flore Muertas.mp3
http://www.serenatavirtual.com/escuchar.asp?Cancion=1093

-Flores y Clavos.mp3
http://www.serenatavirtual.com/escuchar.asp?Cancion=1773

Fábula surrealista rescatada de una botella

De la vocación política en el Perú y sus metafísicas dimensiones
Texto de Ybrahim Luna Rodríguez

“Un hombre cayó en silencio a la noche de los tiempos, y sin darse cuenta desembarcó en el Perú. El paria ancló sin más remedio en una tierra árida, y se creyó la mentira del colonizador. Entabló comunicación con las tribus y empezó a evangelizar con el verbo de la civilización. Su gesta plantó un germen de cambio, liderando las primeras migraciones a la capital, llenando los alrededores de asentamientos humanos y basurales sin remedio. Sus hombros parecían dislocarse ante la luz del mediodía. Cargaba cuanto balde de agua era necesario para resanar la precaria salud de los hijos del olvido. Luego presidió los primeros comedores populares y sindicatos del país, en donde juró nunca pretender un cargo político.
Pero sabemos de promesas como de la flor de cenizas, esa que creía resistirse al viento cuando en realidad era tan sólo un fantasma. Este colonizador que había superado las décadas desde su incorruptible piel, se había ganado el apelativo de predicador, por su zoológica perseverancia en lo sacrificado, y su religiosa entrega a lo inmaterial.
Pero cada vez se hacían más difusas sus certezas. Ese hombre empezó a cambiar como un camaleón, a tal punto que un día nadie lo reconoció.
…Y nuestro país se convirtió en un jardín de hermosas y floridas espinas, arrancadas y vueltas a sembrar con cada generación de resentimientos y triunfos llenos de aserrín. El predicador que enseñaba con la mano derecha era engañado por su mano izquierda. Se sucedieron quinientas fábulas políticas, y el imperio de un dictador cayó, no por el embate de la fuerza social, sino por un lío de faldas; la verdadera heroína sería entonces Matilde Pinchi Pinchi. Abogamos luego por la raza, y la raza fue más fiera con sus propios hijos. La resignación nos obligó a tender puentes de ingenuidad para creernos el decálogo liberal de las únicas soluciones. El animal político nunca le hizo tanto honor a su condición.
Cualquier ensayo de cambio se fue diluyendo en una diminuta taza de café que reflejaba el rostro aún sano y optimista de un Javier Diez Canseco. Y el mejor periodista del Perú se veía obligado a prolongar su exilio intelectual.
El predicador del que hablábamos murió un día, atropellado por una combi, una de esas mañanas adormecidas, entre canastas de pan y perros de esquina. Pero en el Perú nada muere, sólo se somete a las leyes físicas de la transformación. El predicador anónimo y resucitado admiraba a Vladimiro, y sembraba geranios en los parques, hasta el mismo instante en que, como en un mal sueño, decidió dirigir un pequeño grupo de empleados descontentos, y así empezar su carrera política en Macondo, que es lo mismo que decir en Perú”.
Este extraño texto pertenece a un manuscrito que fue hallado en una botella que flotaba en los charcos más inexpugnables de la prensa nacional, con una frase en su exterior que rezaba: afortunada la ignorancia porque de ella será el reino de la anestesia.

Mirando a través de EL CODIGO DA VINCI,

por Ybrahim Luna Rodríguez

Resulta difícil, casi imposible, como supondrá el lector, separar la versión fílmica, de la literaria; y, por lo tanto, no dejarse influenciar por los apasionamientos que una abone en contra o a favor de la otra.
De algo estamos casi seguros: que la película cumplió su cometido de satisfacer el requerimiento del público. Claro está, todo dentro de lo correcto. Ron Howard, director estándar, tuvo por encargo desarrollar un planteamiento pragmático. Nada fuera de lo convencional, salvo algún final “alternativo” a la novela, suponemos previamente convenido con los autores y productores. También, es necesario entender que esta versión fílmica difícilmente será vista con ojos imparciales.
El mundo se ha aperturado con El Código Da Vinci al cuestionamiento de las verdades primarias, aquellas que se muestran en un solo sentido y sin mayor exploración. La novela no es una joya literaria, ni se muestra con total pureza intelectual, es obvio que entre sus razones estuvo la de llegar al podio de la manera más inmediata. Pero, al margen de todos los reparos que se puedan hacer respecto a su contenido o finalidad, las teorías están ahí, expuestas, emancipadas, risibles o hirientes. Señalan con razón muchos intelectuales, que, estas cosas no se podrían haber hablado en otras épocas, en las que el sólo hecho de la duda representaba una herejía meritoria de la hoguera.
Por otro lado, se entendía que el film cayese en la necesidad del diálogo explicativo, y es que muchos anclaron en la película sin haber leído el libro previamente. La explicación en este caso se preveía como un mal necesario; no podía recurrirse a la síntesis del entendimiento y, bueno, sobre todo si hablamos de Hollywood, la industria más efectista y díscola a la inteligencia conceptual. La novela misma fue escrita, para muchos, como un guión de cine anticipado y previsible. Pero si algo hemos aprendido es a mirar más allá de nuestras narices, y esa es una de las premisas de esta novela-película. Al margen de los tratamientos literarios o fílmicos, el desencanto de un sector conservador de la sociedad es evidente. No les hace gracia la ruptura de lo políticamente correcto, aunque se haga través de una ficción.
El Código Da Vinci tiene como fundamento las teorías expuestas en libros anteriores, mucho más marginales en su recepción, pero más interesantes, crudos, y menos torpes en sus resoluciones; libros basados en estudios sociológico-históricos, como por ejemplo: La Revelación de los Templarios, o The holly blood and the holly Grail. Si la novela remeció algunos cimientos, las “hipótesis” base, podrían confundir varias certezas, atendiendo a la realidad que -siempre y cuando- uno tuviese certezas doctrinales o dogmáticas que defender.
Y, no necesariamente encontramos hipótesis descabelladas, si no, incluso, las que atienden al sentido común, como por ejemplo, tener en claro que la Biblia, al igual que el arte que descansa sobre soportes técnicos, descansa sobre soportes y nociones bastante humanas; que pudieron, o no, responder a la inspiración divina, como el famoso Concilio de Nicea de Constantino, en donde se recopilaron los textos que conformarían el libro sagrado, respondiendo a necesidades tan humanas, probablemente políticas, como divinas. Quién puede asegurar o rechazar algo, sino la propia Fe. Dependerá de cada uno creer en la verdad absoluta, o en su necesidad más inmediata. Está demás decir que las recaudaciones por las ventas del libro como de la película han alcanzado cifras astronómicas. La ingerencia del cálculo monetario no debe desvirtuar nuestra apertura al pensamiento crítico constructivo.
Queda entendido finalmente, y como rescate, que tenemos la libertad de creer; y de aceptar, en este caso, la esencia de Jesús, como la hayamos aprendido o rescatado, después de dos mil años de una enseñanza de vida que aún sigue vigente.