El Congreso sí representa al Pueblo

El candidato X es una extensión alegórica de los vicios de su pueblo. No por corrupto o huachafo, sino por inconsecuente, o como dirían los argentinos, por careta.

El candidato X puede ser de izquierda o derecha, no importa. Sólo importa encajar en el inconciente colectivo. Por ejemplo, el candidato se ha adaptado en tiempo récord a la costa, en su caballito de totora; a la sierra, con sus huaynos y su poncho; y a la selva, con sus danzas y tragos exóticos.

La mayor destreza del candidato X es interpretar a sus electores, o sea a los electores peruanos. Tarea no muy difícil, por cierto. Lo que significa hacer de la campaña política un trámite en donde predomine la angurria verbal y el lugar común del apapache. Y la gente lo sabe, le gusta y lo celebra. Un pasito palante, un zapateo torpe, y una vueltita sensual. ¡Que baile con la gorda! En resumen, perifoneo, volantes, unos regalitos (aunque sean cajitas de fósforos), y harta cumbia y reguetón.

Al elector promedio le gusta sucumbir a la mejor ‘propuesta’… del museo de los espantos. Le gusta, por supuesto, la seducción del pavo real, aunque sepa que es un gallinazo mal disfrazado. Valora que el candidato se “ensucie” los zapatos de mentiras. Ama que baile con las tías de la Junta Vecinal o el Comedor popular y que pruebe un cevichito de a sol sin hacer gesto. Se enternece cuando lo ve en televisión nacional haciendo el ridículo. Disfruta que levante a los bebés en brazos y que apadrine a los trillizos de esa familia sin recursos. Se encandila cuando es reconocido como un familiar: “Tú eres mi hermano. Y yo lo hago por mis pobres”. Se entusiasma con la dignidad del carrito sanguchero. Se emociona cuando oye la retórica barata de un impulsador de ventas: “Usted puede. Sólo abra su corazón”. Se ilusiona con los slogans y con el discurso más pragmático: “Chamba para todos ustedes; claro, si me apoyan”. Enloquece si lo acompañan bailarinas que repartan calendarios. Etc.

Pero será todo lo contrario para el potencial candidato si la cosa se pone seria. Prohibido, entonces, hablar de política en forma profunda, solo generalidades. Nunca retomar el tema del debate ‘izquierda – derecha’, baste decir que se es de centro, que la camiseta no tiene color y que la pelota no se mancha. Jamás serle sincero al elector, o sea nunca decirle que esto no tiene solución. Por ninguna razón decir que se prefiere la música clásica al Grupo 5. No hablar de igualdad, que es ya casi una grosería, oiga usted. No llegar con las manos vacías. No dejar de prometer cada minuto y medio. No hablar -jamás, y es en serio- de sacrificio o esfuerzo. No hablar de “largos plazos”. No hablar en contra de la Iglesia. No revelar si se es agnóstico, mucho menos ateo. No citar a filósofos. Nada de autocrítica. No hablar de América latina. No hablar de antiimperialismo. No hablar de nuestra triste y reciente historia peruana. No bostezar. No llevar un libro bajo el brazo. Y sobre todo, no dejar de sonreír nunca. Bueno, máximo cuando se hable en serio sobre la inmortalidad del pejesapo.

Pero, ¿qué tan familiar nos resulta la culpa?

La culpa nos es muy remota para el promedio. “Me engañó”, se dice. “Mire cómo nos salió. Nos resultó una joyita”, resuelve el elector de enfrente. Y no puede reconocer que es parte básica de ese engaño, porque simplemente le gusta dejarse engañar. Porque le encanta la insoportable levedad del ser.

Lo que lo hace recurrir a su instinto más peruano: la identificación con el vivazo; por supuesto, cuando el vivazo lo adopta como su cómplice. Ya somos dos, se dice. “Él es de los míos. Sabe meter su floro. Y si ha llegado hasta donde está, aunque sea a la mala, por algo ha de ser. Y hay que reconocerlo. Quizá robe, pero sabe meterle bien al baile. Quizá sea corrupto, pero igual no tenemos la culpa. ¿Y quién no roba en este país? Además él nos hizo reír. Él parecía bueno cuando nos engañó, cuando nos contó ese chiste, cuando bailó con nosotros y nos trajo esos lapiceros de regalo”

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