"EL FOLKLORE MÁGICO DE CAJAMARCA",
LO REAL MARVILLOSO, recreación de testigos orales
Por Alan Luna
Recuerdo cuando leíamos, en la obligada complicidad de los apagones, “El Folklore mágico de Cajamarca”, del doctor Luis Iberico Mass. Recuerdo como nos asustábamos, y como nos preguntábamos algunas cosas en silencio. Hay un mundo literario con un hijo llamado ficción, y un hermano que se hizo más popular por estas regiones bautizado como Lo Real Maravilloso. Cajamarca ha sido la cuna perfecta para la expectativa vital de un espacio paralelo y literario, heredado por las nociones fermentadas de las culturas española e inca, de ese encuentro y de todos sus postulados, revanchas, fascinaciones y miedos.
Recuerdo que el libro estaba constituido por relatos, leyendas y mitos; por una visión sociocultural de las creencias cajamarquinas, y por la sensación de una doble realidad: una cotidiana y otra alterna y mágica que subsistía en los inicios de una ciudad que se dormía temprano.
Así han ido conviviendo ambos lados de la moneda, entre la pasividad y la inevitable trasgresión de sus componentes. No nos toca acá juzgar ni criticar qué fue o no verdad; sino, cuestionarnos simplemente de qué está compuesta la tradición oral y escrita que nos formó una cosmovisión de magia y fe; dejando, por lo tanto, intacta la dimensión del misterio.
Los albores de la magia pueden ser rastreados hasta la misma contemplación del mito, y de su seguida aplicación a la realidad palpable y simbólica. Siempre se ha hablado del “susto” y de “la limpia”, ejemplos perfectos de cómo cuadrar lo abstracto de los conceptos a lo práctico de las resoluciones. Siguiendo ese molde es que se han presentado, en síntesis, muchos de los fenómenos real-maravillosos que han llenado la tradición primaria de nuestros pueblos, la clásica ecuación causa – efecto, culpa – castigo.
Pero hablamos de una “realidad” que, aunque aún presente como costumbre, se terminó disipando en su esencia por el arrastre de la civilización. Alguien diría que la luz eléctrica y el agua potable se llevaron la posibilidad de contar historias a la luz de la vela, o de verse el reflejo en una fuente de agua natural. Lo necesario es necesario. Los faroles iluminaron cada calle, y las carreteras abrieron nuevas puertas. El pueblo se convirtió en ciudad, y se centralizó la prisa. En el campo, todavía apacible, se parecieron refugiar esas dimensiones surrealistas que huían del cegador vértigo de las luces de los postes y taxis. El hombre rural, que trabajaba la tierra y descansaba temprano, parecía estar más propenso a formar parte del juego de las fuerzas mágicas de esa realidad paralela. De esa realidad que le enseñaba a no transitar por lugares “pesados” a “horas malas”. Que le enseñaba los signos del mal agüero, y el como ahuyentarlos con ritos y rezos especiales. Que le trazaba una línea imaginaria entre el bien y el mal, entre el sentido común y la costumbre. Que le enseñaba el “uso” ancestral de las plantas y animales.
Los conocimientos entonces se transmitieron por el medio más poderoso de comunicación, y el que estaba siempre a la mano, la palabra. La palabra tenía el poder de maldecir y de curar. La palabra jugaba un papel muy importante en la magia del folklore. Era a través de ésta que se daba cuenta de las intenciones que el ser tenía con su entorno, ya fuese para pedir o entregarle algo. La palabra era, y es, el cuento vivo, el relato que eriza los pelos. A través de la palabra fue como los descendientes de la cultura inca mantuvieron viva una parte de su cultura, así también como pudieron ajusticiar a sus ancestros; fue así como sus mitos se impusieron a los de los españoles, identificando claramente, y desde entonces, a buena parte de lo malo como una extensión fisonómica de lo europeo. Y así, como terminaron heredando los miedos que esa cultura española difundía a través de la religión, religión que por entonces se presentaba abiertamente castigadora. El impacto era predecible. Cómo emparentar a un Dios, omnisciente y único, con una cultura ricamente politeísta, que creía tanto en el sol como en la hoja de coca. Cómo aceptar de buenas a primeras un concepto de dogmas culturales que criticaban, según un ojo juzgador, todas las costumbres propias. Cómo aceptar a una creencia que no respetaba la propia, y la consideraba pagana, como reconocimiento para su “necesario exterminio”.
Se podría decir, en apretado resumen, que el folklore de Cajamarca, su carácter real maravilloso, es un lugar común y encantado en donde conviven el miedo y el respeto por una religión adquirida, de consideraciones foráneas, con el primordial llamado de la tierra andina y sus propias reglas de naturaleza, vida y muerte.
LO REAL MARVILLOSO, recreación de testigos orales
Por Alan Luna
Recuerdo cuando leíamos, en la obligada complicidad de los apagones, “El Folklore mágico de Cajamarca”, del doctor Luis Iberico Mass. Recuerdo como nos asustábamos, y como nos preguntábamos algunas cosas en silencio. Hay un mundo literario con un hijo llamado ficción, y un hermano que se hizo más popular por estas regiones bautizado como Lo Real Maravilloso. Cajamarca ha sido la cuna perfecta para la expectativa vital de un espacio paralelo y literario, heredado por las nociones fermentadas de las culturas española e inca, de ese encuentro y de todos sus postulados, revanchas, fascinaciones y miedos.
Recuerdo que el libro estaba constituido por relatos, leyendas y mitos; por una visión sociocultural de las creencias cajamarquinas, y por la sensación de una doble realidad: una cotidiana y otra alterna y mágica que subsistía en los inicios de una ciudad que se dormía temprano.
Así han ido conviviendo ambos lados de la moneda, entre la pasividad y la inevitable trasgresión de sus componentes. No nos toca acá juzgar ni criticar qué fue o no verdad; sino, cuestionarnos simplemente de qué está compuesta la tradición oral y escrita que nos formó una cosmovisión de magia y fe; dejando, por lo tanto, intacta la dimensión del misterio.
Los albores de la magia pueden ser rastreados hasta la misma contemplación del mito, y de su seguida aplicación a la realidad palpable y simbólica. Siempre se ha hablado del “susto” y de “la limpia”, ejemplos perfectos de cómo cuadrar lo abstracto de los conceptos a lo práctico de las resoluciones. Siguiendo ese molde es que se han presentado, en síntesis, muchos de los fenómenos real-maravillosos que han llenado la tradición primaria de nuestros pueblos, la clásica ecuación causa – efecto, culpa – castigo.
Pero hablamos de una “realidad” que, aunque aún presente como costumbre, se terminó disipando en su esencia por el arrastre de la civilización. Alguien diría que la luz eléctrica y el agua potable se llevaron la posibilidad de contar historias a la luz de la vela, o de verse el reflejo en una fuente de agua natural. Lo necesario es necesario. Los faroles iluminaron cada calle, y las carreteras abrieron nuevas puertas. El pueblo se convirtió en ciudad, y se centralizó la prisa. En el campo, todavía apacible, se parecieron refugiar esas dimensiones surrealistas que huían del cegador vértigo de las luces de los postes y taxis. El hombre rural, que trabajaba la tierra y descansaba temprano, parecía estar más propenso a formar parte del juego de las fuerzas mágicas de esa realidad paralela. De esa realidad que le enseñaba a no transitar por lugares “pesados” a “horas malas”. Que le enseñaba los signos del mal agüero, y el como ahuyentarlos con ritos y rezos especiales. Que le trazaba una línea imaginaria entre el bien y el mal, entre el sentido común y la costumbre. Que le enseñaba el “uso” ancestral de las plantas y animales.
Los conocimientos entonces se transmitieron por el medio más poderoso de comunicación, y el que estaba siempre a la mano, la palabra. La palabra tenía el poder de maldecir y de curar. La palabra jugaba un papel muy importante en la magia del folklore. Era a través de ésta que se daba cuenta de las intenciones que el ser tenía con su entorno, ya fuese para pedir o entregarle algo. La palabra era, y es, el cuento vivo, el relato que eriza los pelos. A través de la palabra fue como los descendientes de la cultura inca mantuvieron viva una parte de su cultura, así también como pudieron ajusticiar a sus ancestros; fue así como sus mitos se impusieron a los de los españoles, identificando claramente, y desde entonces, a buena parte de lo malo como una extensión fisonómica de lo europeo. Y así, como terminaron heredando los miedos que esa cultura española difundía a través de la religión, religión que por entonces se presentaba abiertamente castigadora. El impacto era predecible. Cómo emparentar a un Dios, omnisciente y único, con una cultura ricamente politeísta, que creía tanto en el sol como en la hoja de coca. Cómo aceptar de buenas a primeras un concepto de dogmas culturales que criticaban, según un ojo juzgador, todas las costumbres propias. Cómo aceptar a una creencia que no respetaba la propia, y la consideraba pagana, como reconocimiento para su “necesario exterminio”.
Se podría decir, en apretado resumen, que el folklore de Cajamarca, su carácter real maravilloso, es un lugar común y encantado en donde conviven el miedo y el respeto por una religión adquirida, de consideraciones foráneas, con el primordial llamado de la tierra andina y sus propias reglas de naturaleza, vida y muerte.
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1 comentarios:
En un más apretado resumen, Cajamarca y ese realismo mágico que bien plantea el autor en su artículo, es producto de la confusion de dos mundos y sus culturas, a lo que comunmente se le llama tradición.
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