El tipo que se ríe de todo, incluso de sí mismo, transmite un desencanto real en esta columna:
"Empecé tomando una pastilla para dormir, Lunesta, y un antidepresivo, Prozac, hace tres meses. Después de tantas noches insomnes, agónicas, volví a dormir profundamente y sentirme bien. Pero con las semanas fui tomando más y más pastillas para dormir más profundamente y sentirme mejor. Está claro que tengo una personalidad adictiva, fue evidente cuando era joven y tomaba cocaína. Ahora todas las noches tomo 3 Lunestas, 2 Klonopin, 4 Xanax y 3 Stilnox. No los tomo todos a la vez. Los voy combinando cada vez que despierto, haciendo coctelitos que me hundan en sueños abismales. No ignoro que corro ciertos riesgos mezclando tantos barbitúricos que me han vendido sin prescripción. Pero encuentro cierta belleza mórbida en el hecho de tragar las pastillas y no saber si será la última noche. Cuando despierto a las tres de la tarde, no sólo me siento feliz porque he dormido como un bebé sino porque curiosamente estoy vivo, porque algún dios indulgente me ha regalado un día más. Cada día es entonces un suceso imprevisto y sobrecogedor, un pequeño milagro, lo que sin duda embellece y quizá hasta ennoblece mi existencia, porque sé que mi vida vale nada y que el mundo no perdería nada si me cremasen y arrojasen mis cenizas al mar de Key Biscayne, una isla en la que la felicidad no me ha sido del todo esquiva, como le he pedido a Sofía que haga a mi muerte."
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