Cajamarca news (De crónicas trasnochadas) 3 a.m.



Todos los perros de noche

Por Alan Luna

...Espontáneo

Enfundado en la última casaca negra no deshilachada por el roce, salí a sobrevivir la madrugada de Cajamarca. Como toda madrugada, la de esta ciudad es fría, viuda y solitaria, con una extraña alianza entre organismos y sombras. No es necesario aclarar que las calles son calles de verdad a eso de las tres de la mañana cuando poquísimos autos las cruzan y ningún ciudadano (sic) las desgasta.

A esas horas, el frío define la existencia de las fosas nasales. Te hace recordar que tienes nariz, te hace tomar en serio la sensibilidad de tus pulmones mientras caminas con la cabeza gacha por el jirón Amalia Puga, esa bella extensión de la antigua celebridad de balcones suspendidos y puertas verdes con aldabas. Ahora, algunas pollerías reacomodan la realidad.

Son las tres de la mañana y es hora pesada, recuerdo. Pesada porque es la hora inversa de la muerte de Jesucristo: las tres de la tarde. Por lo tanto, el recreo a.m. de esas entidades meridianamente reprimidas. De ésas que alimentaron el blues primitivo de los pueblos. Pero yo estoy más preocupado por mi garganta que carraspea por el frío y por la sorpresiva esquina que te puede dejar descalzo, golpeado y calladito nomás, que por todos los curas sin cabeza que llenan la pradera de nuestro folklore urbano-andino.

...Flashback

Recuerdo cuando niños leíamos, en la obligada complicidad de los apagones, “El Folklore mágico de Cajamarca”, del doctor Luis Iberico Mass. Recuerdo cómo nos asustábamos y preguntábamos cosas en silencio.
Hay un mundo literario con un hijo llamado ficción, y un hermano que se hizo más popular por estas regiones bautizado como Lo Real Maravilloso. Cajamarca ha sido la cuna perfecta para la expectativa vital de un espacio paralelo y literario, heredado por las nociones fermentadas de las culturas española e inka, de ese encuentro y de todos sus postulados, revanchas, fascinaciones y miedos.
Recuerdo que el libro reunía relatos, leyendas y mitos, la visión sociocultural de las creencias cajamarquinas, y la sensación de esa doble realidad: la cotidiana y tangible y la mágica que subsistía desde los inicios de una ciudad que dormía temprano.
Así fueron conviviendo ambos lados de la moneda, entre la pasividad y la inevitable trasgresión de sus componentes. No toca juzgar ni criticar qué fue o no verdad, sino cuestionar simplemente de qué está compuesta la tradición oral y escrita que nos formó una cosmovisión de creencia y fe, dejando, por lo tanto, intacta la dimensión del misterio.

Los albores de la magia pueden rastrearse hasta la misma contemplación del mito y de su seguida aplicación a la realidad palpable y simbólica. Siempre se ha hablado del “susto” y de “la limpia”, ejemplos perfectos de cómo cuadrar lo abstracto de los conceptos a lo práctico de las resoluciones. Siguiendo ese molde es como se han presentado, en síntesis, muchos de los fenómenos real-maravillosos que han llenado la tradición primaria de nuestros pueblos, la clásica ecuación causa–efecto, culpa–castigo.

Pero hablamos de una “realidad” que, aunque aún presente como costumbre, se terminó disipando en su esencia por el arrastre de la civilización. Alguien diría que la luz eléctrica y el agua potable se llevaron la posibilidad de contar historias a la luz de la vela o de reflejarse en una fuente de agua natural. Lo necesario es necesario. Los faroles iluminaron cada calle, y las carreteras abrieron nuevas puertas. El pueblo se convirtió en ciudad y se centralizó la prisa. En el campo, todavía apacible, se parecieron refugiar esas dimensiones surrealistas que huían del cegador vértigo de postes y taxis. El hombre rural, el que trabajaba la tierra y descansaba temprano, estaba más propenso a formar parte del juego de las fuerzas mágicas de esa realidad paralela. De esa realidad que le enseñaba a no transitar por lugares “malos” a “horas pesadas”. Que le enseñaba los signos del mal agüero y el cómo ahuyentarlos con ritos y rezos. Que le trazaba una línea imaginaria entre el bien y el mal, entre el sentido común y la costumbre. Que le enseñaba el “uso” ancestral de las plantas y animales.

Y esos conocimientos se transmitieron por el medio más poderoso de comunicación, y el que estaba siempre a la mano: la palabra.
La palabra tenía el poder de maldecir y curar. Era a través de ella cómo se daba cuenta de las intenciones que el ser tenía con su entorno, ya fuese para pedir o entregar algo. La palabra era -y es- el cuento vivo, el relato que eriza los pelos. A través de la palabra fue cómo los descendientes de la cultura inka mantuvieron viva una parte de su cultura, así también cómo pudieron ajusticiar a sus ancestros; así, cómo sus mitos se impusieron sobre la pradera, identificando claramente, y desde entonces, a buena parte de lo malo como una extensión física de lo europeo: los duendes, por ejemplo, que serían de algún modo la reencarnación privada de los invasores, tan “gringos” y blancones como los españoles; las mujeres (las duendes), rubias tentaciones a la perdición en el fondo de los puquios; el diablo, barbudo y colorado, con su cigarro y sus botas que sacan chispas como hacendado de novela modernista; el cura, representante de una moral falsa y represiva, perdería la cabeza en un “pacto extraoficial”; la mujer del cura, convertida en mula por su laico pecado, dejaría un triste rastro de azufre por donde pasara (trotara),…etc

Y así también fue cómo los pobladores de la sierra terminaron heredando los miedos que esa cultura foránea difundía a través de la religión, religión que por entonces se presentaba abiertamente castigadora. El impacto era predecible. Cómo emparentar a un Dios omnisciente y único con una cultura ricamente politeísta, que creía tanto en el sol como en la hoja de coca. Cómo aceptar de buenas a primeras un concepto de dogmas culturales que criticaban, según un ojo juzgador, todas las costumbres del dominado. Cómo aceptar una creencia ajena que no respetaba la propia, y la consideraba pagana como reconocimiento para su “necesario exterminio”.

Se puede decir que el folklore de Cajamarca, su carácter real maravilloso, es un lugar común y encantado en donde conviven el miedo y el respeto por una religión adquirida, de consideraciones ajenas, con el primordial llamado de la tierra andina que posee sus propias reglas de naturaleza, vida y muerte.


...Regreso

Y recuerdo esto mientras camino frente a una de esas inmensas iglesias de piedra del centro histórico, mientras cruzo de prisa, porque no vaya a ser que me equivoque y que la puerta de las tres a.m. ya esté abriendo, si no es que ya de par en par.

Los pocos taxis, insomnes de radio-infidencias y caldos de pollo, que no tienen una empresa que los asegure a esas horas, te tocan el claxon. De hecho te cobrarán un par de soles más. Simplemente haces un gesto y sigues tu camino. Y es que a pesar de todo, aún se puede caminar de noche por estas calles. Para ser francos, las cosas no cambiaron tanto, sólo se transformaron en masa, y si la vida está peligrosa, el azar también. Entonces sólo te queda adaptarte al riesgo, pero con este frío, que ya parece helada del sur, supongo que ni el riesgo se atreverá a cuadrarte. Caminas y algunos guachimanes te saludan. Respondes y te sientes seguro, al menos por las dos cuadras siguientes, o hasta caer en cuenta que los cuidadores de la noche también han sido vencidos por un sueño maravilloso que de seguro los acercará más a sus familias que apenas les conocen un saludo de buenos días, papá, buenos días, hijo.

Llevo masticando una canción de Lou Reed hace varios tachos de basura,…”Just a perfect day”, una tonada sinuosa y engañosamente triste, que dice más o menos así (en su siempre voluble traducción): “Haces que me olvide de mí mismo, creí que era alguien diferente, alguien bueno… Es un día perfecto”. Ese es Lou Reed, un tipo duro que obviamente transitó mucho la noche de su New York natal de historias claustrofóbicas y venas expuestas a la paranoia. Y también me vienen a la mente los personajes porteños de Robert Arlt. Pero esto no es New York ni Buenos Aires y lo más poético es el humo de los caldos de verde que incendian bajo los toldos de la parada. Puede ser que estemos a salvo.

La señora, con impresiones de carnicera malhumorada, te da el precio sin despegar la mirada de su tejido. Un sol cincuenta el caldo, el pan diez céntimos, y los huevos pasados a dos por un sol. Haces el pedido y te sientas en una banca endeble compartida con desconocidos y rodeada de perros de diferentes razas, de diferentes razas sin raza definida, por supuesto.
Nadie mira a nadie. Todos meten la cara en ese sauna balsámico. Nadie habla. Silencio. Rumores…Bueno, salvo para pasarse el ají se pronuncian los primeros y únicos monosílabos. Se tiene entonces la perfecta libertad de comer como a uno le plazca, con sorbos, moqueos, sudores y limpiadas de manga,… a nadie le interesa. Esa es una de las verdaderas ventajas de la noche. No lo pueden negar.

Sigo en línea recta hasta toparme con pequeñas dunas de basura, de seguro deshechos de mercado. Entonces el mundo ha cambiado y la selva primaria se pronuncia. Perros en jauría asoman de entre las bolsas de comida. Se reconoce a primera vista la ley de la jerarquía. Es un perro negro, de pelo espinado por el barro, y una mancha blanca en el pecho el que rige el mundo. Los demás parecen seguirle con cierto respeto. Pero esperan la señal. Yo no soy la presa, pero sí el infiltrado, el cubierto extra y eventual en su mesa apretada. El perro alfa me muestra los dientes, gruñe con ferocidad ensalivada, como si yo fuese uno de esos estudiantes de veterinaria que viene a fracturar su sociedad peluda, su familia. Esos hombres sospechosos con sogas y costales son los verdaderos verdugos.

Giro la mirada. Bajo la cabeza en tono de sumisión. Apresuro el paso con cautela. Siento el gruñido en la nuca. Soy el invasor. Debo respetar la territorialidad de los nietos del lobo que sobre la ilusión del valle ya suman ocho o nueve. Tengo las de perder. Pienso si sería buena la idea de hacer el gesto de agacharme a coger una piedra. Pero renuncio a ello. Sólo tengo que aceptar el código: estoy derrotado. Debo retroceder sin dar la espalda, sin hacer ademanes que parezcan amenazas, bajar la cabeza y salir del perímetro tranquilamente sin correr, demostrando cierta seguridad, y sin voltear, guiándome sólo por las sombras que puedan seguirme. He concedido un pie a la natural jerarquía de los segregados.

He avanzado varias veces este camino en distintos déjà vus, y me he topado con algunos ebrios de folleto turístico, con una pareja de enamorados tumbados en el suelo cantándose una canción, con algún enajenado que predica con gritos a la luna, con policías conversando bajo la garúa, con gente de limpieza municipal que te saluda cordialmente, con recicladores en triciclo que separan el papel del plástico, con postes decorados con avisos de trabajo fácil, con más perros –ahora amistosos o desinteresados-, con luces de neón chisporroteando peligrosamente, con personas que huyen hacia algún lugar, no importa a cual, con adolescente desafinados de guitarra y plazuela, con algún pleito amoroso de cachetadas y llantos; y sobre todo, y lo que hace que valga la pena llegar a casa en la alta noche, con muchas estrellas fugaces.

Ya no salgo como antes, ahora duermo a las once. Será que recuperé el sueño de tanto leer malos libros. Bueno, lo único que pude deducir es que –y sin excepción de tamaño- todos los perros ladran de noche. Todos.

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