El mito en una desencantada sociedad moderna



Por Ybrahim Luna

Los actos humanos se rigen por una matriz implícita: la cultura. Y la cultura, a su vez, por la costumbre. Y la costumbre fue moldeada por la necesidad y los dedos largos del mito. El mito creó al mundo, y el mundo creo al mito para explicarse y defenderse, en parte, de sí mismo. Como lo diría el filósofo y novelista Mircea Eliade en su libro Mitos, sueños y misterios (*): “…el mito resulta el fundamento de la vida social y de la cultura”.
Por ello ha de entenderse que somos más nietos del mito que de la razón. Claro, antes que la razón –entendida como la ciencia y filosofía- desplazara al mito del altar de la creencia a la vereda de la interpretación, a la de la lectura simbólica; de hecho, su mejor lugar.
El mito, obviamente, también poseerá su naturaleza sangre como cualquier otro organismo: con formas, etapas, crisis, origen y muerte; muy sui generis, por supuesto. Por ejemplo, su tiempo. Su tiempo no es el cotidiano, ése en el que vamos a la caverna o al trabajo todos los días, es uno primigenio: un “tiempo sagrado”, un trecho antes de la historia, un momento suspendido en la eternidad del no-tiempo, donde todo es posible, antes o en el momento mismo de la Creación. De allí el mito religioso. De allí Adán. De allí Buda.
El mito, como base, respalda creencias en sus hombros; como función, hace las veces de ancla, timón y rompehielo de un sistema religioso navegando en una cultura, arcaica o contemporánea. El mito resuelve preguntas, al menos las que otras instancias no pueden, o cuando las respuestas oficiales no satisfacen al auditorio. El mito “se vuelve ejemplar y repetible, sirve como modelo y justificación de los actos humanos”, entiéndase desde los ritos de iniciación las tribus más felizmente desconectada en el Amazonas o África, hasta las festividades de año nuevo en las más modernas ciudades del mundo. Con el mito “no se conmemora un hecho, se reactualiza un misterio”. El mito también evidencia el complemento de la “oposición”: el bien y el mal, Eros y Tánatos, el Génesis cristiano y El fin de los tiempos Maya. El mito es influyente y contagioso. A falta de referentes cosmogónicos una cultura puede adoptar los de su vecino, invasor o sometido. El mito es un continente dentro una cabeza de fósforo.
El estudio del mito en esta sociedad moderna –agnóstica y desencantada- plantea, al margen de un estudio sociológico, la curación del alma. Sí, la curación del alma, de esa insondable expresión metafísica capaz de crear un Güernica en medio de la desolación, o elaborar hermosas leyendas sobre el delfín rosado. ¿Alguien habló de Ayahuasca o Sampedro? No, necesariamente. La utilidad conceptual y destilada del mito propone retornar al tiempo cero para solucionar nuestros sufrimientos. Ya que el hombre también tendría su tiempo interno y externo, y la disfuncionalidad de ambos crearía el conflicto espiritual. Siendo necesario abolir el tiempo “profano” del hombre para alcanzar el tiempo “primordial”. Digámoslo, como un psicoanálisis retrospectivo freudiano para tratar -por ejemplo- el trauma crucial del paso de las etapas: prenatal – infancia; o su equivalente mítico: paraíso – caída.


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(*) Eliade, Mircea. “MITOS, SUEÑOS Y MISTERIOS, Revelaciones sobre un mundo simbólico y trascendente”.
Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires. 1961

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