"Polvos azules, el mercado de Lima donde todo es posible"
Jaime Bedoya
Lima, Perú
Lima, paraíso de mujeres, purgatorio de solteros, infierno de casados. La tradicional frase limeña caía a pelo en el Jirón Santa allá por el año 1570. En esa calle, a una cuadra de la Plaza de Armas y con vista al río Rímac, quedaba la curtiembre de don Gaspar de los Reyes. Este buen hombre había descubierto una secreta forma de teñir la piel de cabra en azul. Por dicho portento tecnológico, tal como consta en sesión del Cabildo de Lima de 1573, se le confirió la exclusividad del teñido añil por tres años. Es en esos tres años es que se activa la malicia apócrifa. Dícese que su mujer, de buen andar y mejor grupa, tenía por costumbre discurrir entre los cueros en horas que la elegancia tildaría de inapropiada. Los empleados de don Gaspar, expertos en amansar el más tenso cuero, difícilmente habrían podido resistirse a demostrar su profesionalismo ante un requerimiento de la esposa del jefe. Lo que explica que a ella se le viera abandonar la curtiembre con notorias huellas azules cubriéndole las más privadas regiones anatómicas. Gaspar de los Reyes ganó mucho dinero en esos tres años. Su mujer, experiencia. Y el jirón Santa un nuevo nombre: Polvos Azules.
El pérfido nombre persistió a lo largo de siglos, hasta llegadas las postrimerías del XXI, los ochentas. Entonces, lo que había sido calenturienta curtiembre, malecón fluvial e irrepetible arquitectura colonial, habíase transformado en plana y concreta Playa de Estacionamiento Polvos azules. El Rímac seguía ahí, aunque más sucio y más seco. En cambio, el caudal humano signado por el desempleo masivo había crecido hasta la inundación. Las calles del centro de Lima sufrían cada día una oleada cíclica de apropiación ilícita. Temprano en las mañanas, marcando con una tiza un cuadrado primarioso, gente que se ganaba la vida en la calle establecía imaginariamente lo que vendría a fungir, para todo efecto, de puesto de trabajo real. Eran los llamados vendedores ambulantes que, paradójicamente, trabajaban inmóviles. Vendían desde cortauñas chinos a perros bastardos con las orejas untadas de Terokal para ocultar su falta de linaje. En 1981 el alcalde Orrego dictó el Decreto de Alcaldía 110. En él, dentro del plan de recuperación del Centro de Lima, se derivaba a todo vendedor ambulante a pasar de las calles a la Playa de Estacionamiento Polvos Azules. La Municipalidad de Lima censó entonces a 3.200 vendedores ambulantes. Entre ellos estaba José Álamo Camones, de 16 años, vendiendo medias panty, cassettes y calzado para damas y caballeros de buen gusto y menesteroso presupuesto.
Aquel centro comercial de descarte y sin raigambr fue un éxito. Una clientela popular encontraba ahí a su alcance lo que en otras tiendas era solo un lejano vitrinazo. De las tres bes, contaba con las últimas: bonito y barato. A veces solo con la última... Además, Polvos se empezó a convertir en un lugar donde por obra de una organizada casualidad, la víctima de un robo podía encontrar, aún tibio, el producto hurtado apenas horas antes. Como en cualquier civilizado país del tercer mundo, el agraviado volvía a comprar su propiedad casi con agradecimiento. Pero la dicha, si no es breve, es sospechosa. En 1983 la UNESCO declaró a Lima Patrimonio Histórico de la Humanidad. La buena noticia era mala para José Álamo y 3.199 ambulantes más. Ni un solo vendedor podía seguir en el centro histórico, ni siquiera en un estacionamiento. Cotejando copiosa caja fuerte bajo el colchón, la primera reacción de los pudientes comerciantes ajenos al pago de impuestos fue "compremos Polvos". "No está en venta", respondió la Municipalidad. "Techemos el río Rímac", fue otra propuesta. "Ni hablar", dijo el Municipio, con la guardia de asalto por delante. Desesperadamente, los ambulantes se organizaron en búsqueda de un lugar donde mudarse, motivados además por un sospechoso incendio en el Campo Ferial. En 1997, tras 16 años de ocupación ilegal, casi 1.500 vendedores ambulantes que quedaban se mudaron a lo que consideraban la mejor opción. Una Antigua fábrica textil que ahora era un abandonado edificio de Sider Perú, a la vera de la Vía Expresa, a pocas cuadras del hotel Sheraton y del Museo de Arte de Lima. Pagaron entre todos US$ 5 millones por 16.000 m2 propios. La compra luego saldría torcida y hasta la fecha arrastran litigios penales y civiles por malas jugadas de los vendedores. Pero fue un triunfo dejar el centro de Lima con un festivo pasacalle, llevándose consigo sus mercancías y el ganado nombre. Polvos azules se mudaba al distrito de La Victoria, el distrito con más swing de Lima.
(La Crónica completa, vía Terra.com)
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