LETRAS: "Filosofía del Laberinto"
Por Alan Luna
Aristóteles clasificó al hombre como animal político, para ilustrar la idea de que el ser humano es un simple animal que vive en la ciudad. Luego, la naturaleza social contaminó la idea (la frase), haciéndola una de las más zarandeadas de la vulgaridad civilizada. El acto de pensar nos diferenció, e inevitablemente nos alejó de la pureza crepuscular; también nos hizo crecer, y especializarnos en hacer daño. Hubo gente que pensó en DO mayor, que pudo cuestionar al sol en voz alta. Aquellos que desconfiaron de la fiera pensante, esa clase que no encontró la razón del porqué del simio matemático, puso los cimientos del palacio "pensamiento". Esos filósofos de sienes reflexivas intuyeron la salida del laberinto, y se dejaron caer sobre el colchón de hojas de su hedonismo, de su cobija ecológica, y amaron el equilibrio que los rodeaba. El milimétrico equilibrio entre la mosca que zumba y la ballena silenciosa. ¿Has pensado qué te enseñaría uno de esos Jedis de la conciencia, en un paseo por las calles inéditas de la actualidad?
Probablemente alguna de estas cosas:
“Las oportunidades de salir del laberinto son pocas, mas no imposibles. Pensar, mientras se mira al techo, te abre la posibilidad de descubrir quizá un planeta temprano o, tardíamente, un buzón sin tapa. Las posibilidades de llegar al fin son pocas. Las fugas son un trámite en este mundo. Todos se han especializado, ladrones y policías, zorros y sabuesos. Entonces los huecos se iluminan, pero las luces no sirven de nada al mediodía. Y el mediodía fue una palma abierta, y la palma abierta, la pérdida de un puño. En fin, qué decir. Todos se la saben en este lugar. Todos han vivido más que el otro. Todos repiten su solución, su ecuación de ecosistema salvaje. La filosofía es una viruela ciega que no nos deja dormir. A nosotros no, y al vecino, sí. La identidad pudo ser un dogma neandertalense. Pero ya no lo es más, y… acaso debería serlo. Los que se sientan orgullosos de su tribu acaso deben amar a cada ser humano que la integra. Acaso deberían hacerlo sin reparar en la miseria civilizada del asesino potencial de cuello y corbata.
Animal político, animal que vive en la ciudad, nada más. Las interpretaciones manosearon esta bella frase de poesía realista y, como a casi todo aquello que valía la pena, aquello que se podía mover sobre el finísimo segundero de un reloj sin perder el equilibrio. Por la cuerda iba entonces la hermosa equilibrista de los años setenta. La que se caerá si su amante no viene a prenderle el cigarro. Los que cambiaron nos cambiaron. Trajeron décadas en un soplo milimétrico de polaroid. Se extrañan las fotos amarillentas con esos enormes bordes para agitar. La belleza está cada vez más alta y más ajena. El camino de regreso es mucho más efectivo. Y qué dirán las plantas y los perfumes, y los vestidos, y las tardes del gato. Una fractura tiene el corazón que no requiere cura sino alcohol y carnaval privado. En la llanura que no conocemos está el acústico de la belleza que nadie mira. El único misterio del capital, es el capital misterioso. Lo demás son recetas económicas para Disney. El viajero graba en el pañuelo de su esperanza un sudor azul que cambia de color. Vamos a descansar. Mañana estaremos mejor”.

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