La literatura y el miedo



Cuando al director de cine y TV, Narciso Ibáñez Serrador, un lector y televidente le preguntó: “¿Encuentra usted algún valor positivo en esos cuentos de miedo que nos ofrece a través de la televisión? ¿Cree usted sinceramente que la literatura de terror tiene algún mérito?”, éste respondió que: “Sí…que los hombres necesitábamos del terror. Nadie es tan impresionable como los niños, que en la oscuridad de la noche se asustan de los ruidos, los murmullos, las sombras, hasta del mismo silencio. No, nadie se asusta más que un niño; por eso creo que los hombres a veces necesitamos del terror para asustarnos y sentirnos niños otra vez.
”Recuerdo que a los catorce años cayó por primera vez en mis manos un libro de relatos de Edgar Allan Poe. Un libro pequeño de color crema de la editorial Salvat. No me despegué del libro desde entonces, y por mucho tiempo. El motivo (ahora lo entiendo): la simple fascinación de estremecerse. Nadie como Poe para sacarte un rato de tu cotidiano pellejo. Nadie como él para iniciarte en la extraña contemplación de lo bello que fenece.
En la pregunta que hiciera el lector al director se evidencia una preocupación de tipo moral: “¿Encuentra usted algún valor positivo…?” Y es que siempre se ha considerado a la literatura de “terror” como el lado negativo de la sensibilidad, como una pseudo categoría del género narrativo, o como una alegoría serie B. Pero no como una expresión natural del carácter humano-artístico.
Entendamos algunas cosas. Para escribir una historia de miedo se necesita un real talento y conocimiento. No sólo literario, sino también psicológico (casi psiquiátrico) de la condición humana, de sus fragilidades y esperanzas, de sus creencias, temores y desbordes. De todo lo que nos haga sentir susceptibles ante una fuerza que desconocemos, o conocemos en demasía. Se necesita, igualmente, una corrección superior en lo narrativo para que esto no distraiga o desanime al lector, que, dicho sea de paso, es más aprehensivo con éste que con otros géneros. Esto, debido a que el lector empieza a moverse en otro plano casi desde el inicio, sabiendo que una sensación “especial” lo espera, que no es precisamente la de catalogar calidades a la hora de adjetivar.
Así como el erotismo o la intriga, el miedo necesita un clima adecuado para darse. Será por ello que el talento literario de autores como Poe ha sido relegado siempre a un segundo lugar, resaltando sólo el sentido anecdótico de las narraciones. Se recuerda el crimen, la locura, el rumor agobiante, mas no cómo se evidenciaron esas recreaciones en letras, en el pulcro y efectivo verbo literario. Muchos, intentando emular a los maestros, han caído en el más completo ridículo con su pluma superficial y sosa que vanamente ha querido sorprendernos. Esto lo olvidan a menudo los críticos, quienes convierten a autores de sobresaliente calidad en meros escritores de culto. Algo así como el premio consuelo de la literatura universal: un espacio para los relegados al club del cliché.
Vale agregar que reconocidos escritores como Cortázar, Borges, el mismo García Márquez, Horacio Quiroga, Chejov, etc., han escrito alguna vez cuentos con esta misma mística
Entonces, una pregunta tan predecible como substancial salta al ruedo: ¿Por qué buscamos el miedo? ¿Por qué vamos al cine o compramos novelas que nos asusten? ¿Por qué vemos esas series televisivas de espantos?
Es posible que busquemos el miedo para sentirnos completos. Aunque sea como un pasatiempo de fin de semana. Buscamos una forma de erizarnos en dosis controladas, que nos permitan estremecernos del modo más seguro. El miedo (susto) es uno de los sentimientos más primitivos y puros que nos sirvieron para estar alertas ante los peligros. Ahora, la gente, estresada con tantas responsabilidades, busca una válvula de escape a su rutina. Busca algo que le haga valorar la luz de una mañana tranquila después de una noche con ruidos, apariciones, y murmullos extraños salidos de un pequeño libro de cabecera.
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(A propósito del genial y más reciente artículo de Jaime Bedoya)

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