Una visión áspera sobre la realidad del elector peruano. Es obvio que no representa a todos, pero sí a un gran sector.
Por Alan Luna
El candidato X es una extensión alegórica de los vicios de su pueblo. No por corrupto o huachafo, sino por deshonesto, o como dirían los argentinos, por careta.
La mayor destreza del candidato X es interpretar a sus electores, o sea a los electores peruanos. Tarea no muy difícil, por cierto. Lo que significa hacer de la campaña política un trámite en donde predomine la angurria verbal y el lugar común del apapache. Y la gente lo sabe, le gusta y lo celebra. Un pasito pa adelante, un zapateo torpe, y una vueltita sensual. ¡Que baile con la gorda! En resumen, perifoneo, volantes, unos regalitos (aunque sean cajitas de fósforos) y harta cumbia.
Al elector promedio le gusta sucumbir a la mejor “propuesta”…del museo de los espantos. Le gusta -por supuesto- la seducción del pavo real, aunque sepa que es un gallinazo mal disfrazado. Valora que el candidato se “ensucie” los zapatos aunque sea de mentiritas. Ama que baile con las tías de la Junta Vecinal y que pruebe un cevichito de a sol sin hacer gesto. Disfruta que levante a los bebés en brazos y apadrine a los trillizos de esa familia sin recursos. Se encandila cuando es reconocido como un familiar: “Tú eres mi hermano. Y yo lo hago por mis pobres”. Se entusiasma con alguna bolsita de azúcar. Se emociona cuando oye la retórica barata de un impulsador de ventas: “Usted puede. Abra su corazón”. Se ilusiona con los slogans o con el discurso más pragmático: “Chamba para todos ustedes, si me apoyan”. Enloquece si lo acompañan bailarinas que repartan calendarios. Etc.
Pero será todo lo contrario para el potencial candidato si la cosa se pone seria. Prohibido, entonces, hablar de política en forma profunda, solo generalidades. Nunca retomar el tema del debate "izquierda – derecha", suficiente decir que se es de centro y que la camiseta no tiene color. Jamás serle sincero al elector, o sea nunca decirle que esto no tiene solución. Por ninguna razón decir que se prefiere la música clásica al Grupo 5. No negarse a nada. No hablar de marxismo. No llegar con las manos vacías. No dejar de prometer cada minuto y medio. No hablar -jamás, y es en serio- de sacrificio o esfuerzo. No hablar de “largos plazos”. No hablar de legalizar el aborto y la eutanasia. No hablar en contra de la Iglesia. No revelar si se es agnóstico. No citar a filósofos. Nada de autocrítica. No hablar de América latina. No hablar de antiimperialismo. No bostezar. No llevar un libro bajo el brazo. Y sobre todo, no dejar de sonreír nunca. Bueno, máximo cuando se hable en serio sobre la inmortalidad del pejesapo.
Como dice el chiste de la lista del congreso: “Llamando a Lavapiés, Robaluz, Mataperros, Asistente Narco, Planchacamisa, Comepollo, Amante Asesora, Hijanegada, etc”.Y lo patético y divertido es que no es chiste. Es en serio y se va reproduciendo como gripe AH1N1 en su primera fase.
¿Pero, qué tan familiar nos resulta la culpa?
La culpa nos es muy remota para el promedio. “Me engañó”, se dice. “Mire cómo nos salió. Nos resultó una joyita”, resuelve el elector. Y no puede reconocer que es parte básica de ese engaño, porque simplemente le gusta dejarse engañar. Porque le encanta la insoportable levedad del ser. Porque al igual que el candidato timador, ese ciudadano elector tampoco está preparado. Lo que lo hace recurrir a su instinto más peruano: la identificación con el vivazo; claro, cuando el vivazo lo adopta como su cómplice. Ya somos dos, se dice. “Él es de los míos. Sabe meter su floro. Y si ha llegado hasta donde está, aunque sea a la mala, por algo ha de ser. Y hay que reconocerlo. Quizá robe, pero sabe meterle al baile. Quizá sea corrupto, pero igual no tenemos la culpa. ¿Y quién no roba en este país? Además él nos hizo reír. Él parecía bueno cuando nos engañó, cuando nos contó ese chiste, cuando bailó con nosotros y nos trajo esos lapiceros de regalo”.
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